4 de diciembre de 2019
La ostentación de poder de Cristina Kirchner
LA NACION
Un exceso de síntesis comparó en las últimas horas dos apariciones públicas: una del presidente electo, Alberto Fernández, y la otra de la vicepresidenta electa, Cristina Kirchner. No han sido lo mismo. Tampoco los dos tenían la misma carga argumental, sobre todo para referirse al periodismo.
Cristina Kirchner hizo un espectáculo político de su declaración en el primer juicio oral y público al que asiste como acusada de cometer graves delitos de corrupción. Un espectáculo verbalmente violento con los jueces y fiscales, y también con el periodismo. Su decisión de ignorar los hechos (es decir, las muchas pruebas que la condenan) le permite convertir sus inferencias en verdades absolutas. Solo le faltó mencionar a la sinarquía internacional entre las muchas partes de la conspiración que la sentó en el banquillo de los acusados.
No se olvidó de jueces y periodismo, juntos, según ella, en una despreciable colusión para acabar con su liderazgo "popular y democrático". Mencionó explícitamente al ahora famoso lawfare, la sofisticada variante de las viejas denuncias de persecución por parte de los políticos acusados de corrupción. El lawfare es un invento norteamericano para que los Estados Unidos no acepten la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional de La Haya, que persigue las violaciones de derechos humanos en el mundo.
El espectáculo de Cristina Kirchner estuvo dirigido sobre todo a una exhibición de poder delante de los jueces del tribunal que la juzgan. "Yo no voy a contestar preguntas. Ustedes tendrán que contestar preguntas", los amenazó antes de despedirse. Esa actitud es nueva. Es cierto que antes no saludaba al juez Claudio Bonadio cuando este la citaba para declaraciones indagatorias o para notificarla, pero tampoco lo maltrataba. Es también novedosa en la historia universal. Basta ver una película o una serie sobre juicios en los tribunales para advertir que los sospechosos llegan con cierto temor y reverencia ante el juez. Cristina parecía la presidenta del tribunal.
La expresidenta es otra persona desde que ganó las elecciones, el 27 de octubre pasado. Sacó a pasear su viejo rencor con todos sus críticos y no vacila a la hora de demostrar que el poder está en sus manos. Es la Cristina de las viejas cadenas nacionales, enfurecida con sus opositores, decidida a dar sus nombres para someterlos a la venganza de sus seguidores, convencida de que nadie tiene tantas verdades en sus puños como las tiene ella. En fin, Cristina en su peor versión, que es, precisamente, la versión que esconde en tiempos electorales. ¿Alguien la vio hablar con ese tono y esos modos durante la campaña electoral? Nadie. Esas dos Cristinas, la fugazmente electoral y la real y permanente, conviven en el centro del escenario político desde hace dos décadas, al menos, aunque los argentinos parecen no percibirlo.
La causa por la que debió sentarse frente a los jueces es la del direccionamiento de la obra pública en Santa Cruz para beneficiar a Lázaro Báez, el antiguo monotributista que es ahora la segunda fortuna nacional en propiedades inmobiliarias. Un milagro, porque ese exponencial crecimiento patrimonial sucedió en solo doce años, durante el gobierno de los Kirchner. Esa causa fue iniciada en 2008 por Elisa Carrió.
Llama la atención que solo 11 años después haya llegado a la instancia del juicio oral y pública. Hay, con todo, una explicación. Vialidad Nacional no contestó nunca durante los años kirchneristas a los muchos pedidos de informes de la Justicia. Esos informes fueron respondidos cuando llegó Mauricio Macri al gobierno y el primer director de Vialidad, Javier Iguacel, decidió investigar los requerimientos judiciales y contestarlos. Aquella rebeldía kirchnerista ante el reclamo de los jueces, ¿cómo se llama? ¿Lawfare? ¿Obstrucción a la acción de la Justicia? Fue a todas luces una treta para eludir a los jueces.
Cristina Kirchner se detuvo en su diatriba especialmente en el juez Julián Ercolini, que instruyó la causa de Lázaro Báez, y en los fiscales Gerardo Pollicita e Ignacio Mahiques, que elaboraron con precisión de orfebres un largo y detallado informe sobre la obra pública en Santa Cruz. Mahiques acaba de recibir una distinción de los "Premios Gusi de la Paz", que se entregaron en Filipinas, por haber defendido a familias vulnerables de una estafa. Fue también el primer fiscal que logró una condena por el crimen cometido por un misógino. Alberto Fernández coincidió con la durísima crítica al juez Ercolini. Raro. Alberto conoce a Ercolini desde la universidad, porque fue alumno suyo. Sabe que el magistrado es una persona honesta, sin maldad ni rencores. De todos modos, para que la causa haya llegado a la instancia del juicio oral, debió ser convalidada antes por la Cámara Federal y por la Cámara de Casación, la máxima instancia penal del país. Siempre hay una excusa: en la Cámara Federal está el juez Martín Irurzun, otra bestia negra para Cristina. Irurzun es, sin embargo, uno de los jueces con más prestigio en los tribunales federales de Comodoro Py. Jamás se cuestionó su honestidad personal o intelectual.
No obstante, la frase más descriptiva de Cristina Kirchner es la que señaló: "La historia ya me absolvió". El autor inicial de una frase muy parecida, Fidel Castro, fue más modesto. Dijo: "La historia me absolverá". Es decir, confió en el decurso del tiempo, que tampoco lo absolvió, y no lo dio por hecho como supone con más arrogancia su alumna argentina.
Ahora bien, ¿por qué Cristina Kirchner infiere que la historia ya la absolvió? ¿Acaso porque acaba de ganar las elecciones nacionales? Ningún triunfo electoral absuelve a nadie de los delitos que cometió aun antes de haber sido elegida. Solo la Justicia, le guste o no, puede absolver o condenar. El juicio final de la historia no lo verá ella, salvo que considere que la genuflexión de sus seguidores escribirá la historia.
Cristina Kirchner, voraz lectora de diarios, les da a los medios periodísticos una importancia que ni estos se atribuyen. Los diarios, y el periodismo en general, solo cumplen con su obligación: investigar al poder. Pueden equivocarse; como toda obra humana, el periodismo es también imperfecto. Pero no se puede negar el aporte que han hecho a la moral pública desde los años 90. Muchas de las causas sobre corrupción en el Estado tuvieron su origen en denuncias periodísticas. En ese contexto se inscribió un intercambio de tuits entre Alberto Fernández y el periodista Hugo Alconada Mon. Alconada Mon había escrito que desde que el abogado Adrián Rois interviene como defensor en una causa contra Lázaro Baéz por facturas truchas, que se investiga desde hace mucho en Bahía Blanca, el caso sufrió sorpresivas dilaciones. Rois no es colaborador político de Alberto Fernández, sino su asistente de cátedra en la Facultad de Derecho. El abogado invocó su cercanía con el presidente electo, según dijeron a LA NACION fuentes del caso, cosa que él niega. Rois, que es defensor, una tarea incuestionable, no trabaja para Báez, sino para Crediba, la poderosa financiera implicada en el caso. La información publicada en LA NACION no inculpaba al presidente electo.
Alberto Fernández le dedicó un duro tuit a Alconada Mon en respuesta a otro tuit del periodista, no a la información publicada, aunque el presidente electo estaba en desacuerdo con esta. Twitter es una red que distribuye las pasiones del momento y es, a veces, un mal vector de emociones efímeras. De hecho, Alberto moderó ayer con nuevos tuits sus tuits del día anterior; en los nuevos mensajes, rescató que conoce y respeta a Alconada Mon. Ya hay un presidente, Donald Trump, que enloquece al mundo con su pasión tuitera. No es un caso que merezca emularse.
De todos modos, como bien señaló ADEPA, cualquier persona puede aclarar, refutar o desmentir una información periodística, aun de la manera más enfática posible. Puede, incluso, recurrir a la Justicia Civil si se consideró calumniada. El límite está en no descalificar al periodismo. Ese límite deberá respetar Alberto Fernández si no quiere repetir la experiencia de los Kirchner, cuando estos desacreditaban en público, con nombre y apellido, a algunos periodistas. La tarea posterior (escraches, insultos, seguimientos) era trabajo de la obra de mano ocupada por el kirchnerismo.
Un exceso de síntesis comparó en las últimas horas dos apariciones públicas: una del presidente electo, Alberto Fernández, y la otra de la vicepresidenta electa, Cristina Kirchner. No han sido lo mismo. Tampoco los dos tenían la misma carga argumental, sobre todo para referirse al periodismo.
Cristina Kirchner hizo un espectáculo político de su declaración en el primer juicio oral y público al que asiste como acusada de cometer graves delitos de corrupción. Un espectáculo verbalmente violento con los jueces y fiscales, y también con el periodismo. Su decisión de ignorar los hechos (es decir, las muchas pruebas que la condenan) le permite convertir sus inferencias en verdades absolutas. Solo le faltó mencionar a la sinarquía internacional entre las muchas partes de la conspiración que la sentó en el banquillo de los acusados.
No se olvidó de jueces y periodismo, juntos, según ella, en una despreciable colusión para acabar con su liderazgo "popular y democrático". Mencionó explícitamente al ahora famoso lawfare, la sofisticada variante de las viejas denuncias de persecución por parte de los políticos acusados de corrupción. El lawfare es un invento norteamericano para que los Estados Unidos no acepten la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional de La Haya, que persigue las violaciones de derechos humanos en el mundo.
El espectáculo de Cristina Kirchner estuvo dirigido sobre todo a una exhibición de poder delante de los jueces del tribunal que la juzgan. "Yo no voy a contestar preguntas. Ustedes tendrán que contestar preguntas", los amenazó antes de despedirse. Esa actitud es nueva. Es cierto que antes no saludaba al juez Claudio Bonadio cuando este la citaba para declaraciones indagatorias o para notificarla, pero tampoco lo maltrataba. Es también novedosa en la historia universal. Basta ver una película o una serie sobre juicios en los tribunales para advertir que los sospechosos llegan con cierto temor y reverencia ante el juez. Cristina parecía la presidenta del tribunal.
La expresidenta es otra persona desde que ganó las elecciones, el 27 de octubre pasado. Sacó a pasear su viejo rencor con todos sus críticos y no vacila a la hora de demostrar que el poder está en sus manos. Es la Cristina de las viejas cadenas nacionales, enfurecida con sus opositores, decidida a dar sus nombres para someterlos a la venganza de sus seguidores, convencida de que nadie tiene tantas verdades en sus puños como las tiene ella. En fin, Cristina en su peor versión, que es, precisamente, la versión que esconde en tiempos electorales. ¿Alguien la vio hablar con ese tono y esos modos durante la campaña electoral? Nadie. Esas dos Cristinas, la fugazmente electoral y la real y permanente, conviven en el centro del escenario político desde hace dos décadas, al menos, aunque los argentinos parecen no percibirlo.
La causa por la que debió sentarse frente a los jueces es la del direccionamiento de la obra pública en Santa Cruz para beneficiar a Lázaro Báez, el antiguo monotributista que es ahora la segunda fortuna nacional en propiedades inmobiliarias. Un milagro, porque ese exponencial crecimiento patrimonial sucedió en solo doce años, durante el gobierno de los Kirchner. Esa causa fue iniciada en 2008 por Elisa Carrió.
Llama la atención que solo 11 años después haya llegado a la instancia del juicio oral y pública. Hay, con todo, una explicación. Vialidad Nacional no contestó nunca durante los años kirchneristas a los muchos pedidos de informes de la Justicia. Esos informes fueron respondidos cuando llegó Mauricio Macri al gobierno y el primer director de Vialidad, Javier Iguacel, decidió investigar los requerimientos judiciales y contestarlos. Aquella rebeldía kirchnerista ante el reclamo de los jueces, ¿cómo se llama? ¿Lawfare? ¿Obstrucción a la acción de la Justicia? Fue a todas luces una treta para eludir a los jueces.
Cristina Kirchner se detuvo en su diatriba especialmente en el juez Julián Ercolini, que instruyó la causa de Lázaro Báez, y en los fiscales Gerardo Pollicita e Ignacio Mahiques, que elaboraron con precisión de orfebres un largo y detallado informe sobre la obra pública en Santa Cruz. Mahiques acaba de recibir una distinción de los "Premios Gusi de la Paz", que se entregaron en Filipinas, por haber defendido a familias vulnerables de una estafa. Fue también el primer fiscal que logró una condena por el crimen cometido por un misógino. Alberto Fernández coincidió con la durísima crítica al juez Ercolini. Raro. Alberto conoce a Ercolini desde la universidad, porque fue alumno suyo. Sabe que el magistrado es una persona honesta, sin maldad ni rencores. De todos modos, para que la causa haya llegado a la instancia del juicio oral, debió ser convalidada antes por la Cámara Federal y por la Cámara de Casación, la máxima instancia penal del país. Siempre hay una excusa: en la Cámara Federal está el juez Martín Irurzun, otra bestia negra para Cristina. Irurzun es, sin embargo, uno de los jueces con más prestigio en los tribunales federales de Comodoro Py. Jamás se cuestionó su honestidad personal o intelectual.
No obstante, la frase más descriptiva de Cristina Kirchner es la que señaló: "La historia ya me absolvió". El autor inicial de una frase muy parecida, Fidel Castro, fue más modesto. Dijo: "La historia me absolverá". Es decir, confió en el decurso del tiempo, que tampoco lo absolvió, y no lo dio por hecho como supone con más arrogancia su alumna argentina.
Ahora bien, ¿por qué Cristina Kirchner infiere que la historia ya la absolvió? ¿Acaso porque acaba de ganar las elecciones nacionales? Ningún triunfo electoral absuelve a nadie de los delitos que cometió aun antes de haber sido elegida. Solo la Justicia, le guste o no, puede absolver o condenar. El juicio final de la historia no lo verá ella, salvo que considere que la genuflexión de sus seguidores escribirá la historia.
Cristina Kirchner, voraz lectora de diarios, les da a los medios periodísticos una importancia que ni estos se atribuyen. Los diarios, y el periodismo en general, solo cumplen con su obligación: investigar al poder. Pueden equivocarse; como toda obra humana, el periodismo es también imperfecto. Pero no se puede negar el aporte que han hecho a la moral pública desde los años 90. Muchas de las causas sobre corrupción en el Estado tuvieron su origen en denuncias periodísticas. En ese contexto se inscribió un intercambio de tuits entre Alberto Fernández y el periodista Hugo Alconada Mon. Alconada Mon había escrito que desde que el abogado Adrián Rois interviene como defensor en una causa contra Lázaro Baéz por facturas truchas, que se investiga desde hace mucho en Bahía Blanca, el caso sufrió sorpresivas dilaciones. Rois no es colaborador político de Alberto Fernández, sino su asistente de cátedra en la Facultad de Derecho. El abogado invocó su cercanía con el presidente electo, según dijeron a LA NACION fuentes del caso, cosa que él niega. Rois, que es defensor, una tarea incuestionable, no trabaja para Báez, sino para Crediba, la poderosa financiera implicada en el caso. La información publicada en LA NACION no inculpaba al presidente electo.
Alberto Fernández le dedicó un duro tuit a Alconada Mon en respuesta a otro tuit del periodista, no a la información publicada, aunque el presidente electo estaba en desacuerdo con esta. Twitter es una red que distribuye las pasiones del momento y es, a veces, un mal vector de emociones efímeras. De hecho, Alberto moderó ayer con nuevos tuits sus tuits del día anterior; en los nuevos mensajes, rescató que conoce y respeta a Alconada Mon. Ya hay un presidente, Donald Trump, que enloquece al mundo con su pasión tuitera. No es un caso que merezca emularse.
De todos modos, como bien señaló ADEPA, cualquier persona puede aclarar, refutar o desmentir una información periodística, aun de la manera más enfática posible. Puede, incluso, recurrir a la Justicia Civil si se consideró calumniada. El límite está en no descalificar al periodismo. Ese límite deberá respetar Alberto Fernández si no quiere repetir la experiencia de los Kirchner, cuando estos desacreditaban en público, con nombre y apellido, a algunos periodistas. La tarea posterior (escraches, insultos, seguimientos) era trabajo de la obra de mano ocupada por el kirchnerismo.
Por: Joaquín Morales Solá
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