21/12/2019 - 0:47
La columna de los sábados
El teatro de los juramentos, los privilegios y el escándalo
La vida de los jubilados, luego de esta ley, queda devaluada hasta las lágrimas. Adolfo Rodríguez Saá, presidente sólo por una semana, cobra por su “gesta” $ 397 mil al mes.
La jura de Jorge Ferraresi para un nuevo período como
intendente de Avellaneda, aprovechando la inocencia
de los chicos. Cesarismo puro. (Captura de video)
Miguel Wiñazki
Las ceremonias de juramentación argentinas se transformaron en un festival. Sugieren, aluden y condensan en pocos instantes la personalidad política y los trucos escénicos de diversos e histriónicos representantes del pueblo.
Unos niños prolijísimos y con dicción clara leyeron el texto de la jura de Jorge Ferraresi, el intendente de Avellaneda. Personalizaron la promesa en la memoria de Perón, de Evita y de Néstor. En ese momento, cuando Néstor fue nombrado, el intendente levantó su mano derecha militante, según ordena la tradición del cesarismo espectral. Sostuvo durante un momento ese brazo enhiesto por el presunto prócer fallecido. Fue un santiamén no verbal e ideológico que habrían aprobado Francisco Franco y otros aún peores. Todo continuó con pompa y circunstancia doctrinal y elemental con alabanzas a su “demostrada lealtad hacia Cristina” y al “patriotismo” que siempre habría demostrado el intendente según rezaba el discursito armado por adultos para que lean los niños, como piezas a cuerda, usando así su inocencia para beneficio eficiente del fascismo mágico expandido y ahora, otra vez, festivo.
En el Congreso juraron esta semana los que estaban en el banco, porque los titulares que fueron en rigor los votados, asumieron como funcionarios diversos en la nueva administración. Abundaron por supuesto -porque ya es trendy- las invocaciones a Néstor y Cristina, los santos patronos, pero también al cannabis medicinal y hasta a los Redondos, beatificados como garantes del deber patriótico desde que fueron citados por Máximo Kirchner cuando los parafraseó juramentando en el recinto y ante la Constitución con la alegría rockera de su renovado poderío. Los invocó ahora en su jura una diputada más bien ignota, que no pudo exonerarse de ese modo de la mácula de la obsecuencia, replicando también un párrafo del altar ricotero: “Vivir solo cuesta la vida”, lanzó.
¿Y, más allá de los actuaciones tribuneras, cuánto cuesta la vida de verdad? La de los jubilados está devaluada hasta las lágrimas. Pero subrepticios detrás de una terminología abrumadora y pastoral quedaban en principio exceptuados de la pena los que perciben jubilaciones de privilegio. Así fue decidido por mayoría entre cacareos y tretas madrugadoras.
Para muestra basta un botón. Adolfo Rodríguez Saá, presidente por una semana, cobra hoy por su “gesta” durante aquellos días minúsculos (en los que no se privó de declarar un default aplaudido de pie en el Congreso) una dieta de 397 mil pesos mensuales. En su caso, y en el de sus pares ex presidentes, es sabido que esos ingresos constituyen una porción ínfima de sus respectivas fortunas tan acrecentadas durante el ejercicio público. Alberto Fernández expresó luego del escándalo su voluntad de terminar con las jubilaciones de privilegio. La Cámara baja por votación exprés había decidido prima facie proteger a los más beneficiados. Acariciados por aplausos y perversiones retóricas los parlamentarios eligieron a la vez menguar su influencia cediendo espacios y deberes legislativos en favor del Ejecutivo al ungir los superpoderes que son apenas discutidos.
Los que juraron con aspavientos ya comenzaron a desplegar sus habilidades para la obediencia en tiempo récord.
La historia lingüística de los compromisos verbales institucionales es la de una estructura histórica profunda: todo juramento conlleva una sanción augurada en caso de incumplimiento. “Que Dios y la Patria se lo demanden…”. Allí está el tema central: en la demanda.
Porque hay una sensación escéptica y colectiva fundada en la experiencia. Jurar es fácil, lo complejo es la efectiva concreción de la demanda para los que han jurado en vano, sobre todo en tiempos de exención de castigo para los que han “perjurado”; aquellos que se comprometieron con liviandad.
El perjurio es la traición al juramento. El compromiso asumido de palabra concluye en su solo pronunciamiento. Los falsarios saben que las acciones realizadas a posteriori de la promesa retórica quedan desligadas de lo dicho.
Quien jura se compromete con la verdad. Pero si miente la demanda a la que ha aceptado someterse es dudosa en su efectiva sanción.
No son pocos los que deben inferir que perjurar y abjurar de toda promesa es tan sencillo como armar un circo para jurar en falso a sabiendas de que después no pasa nada, porque cualquier corrompido o mentiroso puede aludir al lawfare y liberarse de toda culpa.
La palabra se aliviana, se pierde, se contradice con los hechos, se tuerce hacia la nada y se esfuma en las contradicciones de los que manejan bien la brújula que siempre orienta con precisión el norte magnético de la voluntad intransigente por acumular poder.
Miguel Wiñazki
Las ceremonias de juramentación argentinas se transformaron en un festival. Sugieren, aluden y condensan en pocos instantes la personalidad política y los trucos escénicos de diversos e histriónicos representantes del pueblo.
Unos niños prolijísimos y con dicción clara leyeron el texto de la jura de Jorge Ferraresi, el intendente de Avellaneda. Personalizaron la promesa en la memoria de Perón, de Evita y de Néstor. En ese momento, cuando Néstor fue nombrado, el intendente levantó su mano derecha militante, según ordena la tradición del cesarismo espectral. Sostuvo durante un momento ese brazo enhiesto por el presunto prócer fallecido. Fue un santiamén no verbal e ideológico que habrían aprobado Francisco Franco y otros aún peores. Todo continuó con pompa y circunstancia doctrinal y elemental con alabanzas a su “demostrada lealtad hacia Cristina” y al “patriotismo” que siempre habría demostrado el intendente según rezaba el discursito armado por adultos para que lean los niños, como piezas a cuerda, usando así su inocencia para beneficio eficiente del fascismo mágico expandido y ahora, otra vez, festivo.
En el Congreso juraron esta semana los que estaban en el banco, porque los titulares que fueron en rigor los votados, asumieron como funcionarios diversos en la nueva administración. Abundaron por supuesto -porque ya es trendy- las invocaciones a Néstor y Cristina, los santos patronos, pero también al cannabis medicinal y hasta a los Redondos, beatificados como garantes del deber patriótico desde que fueron citados por Máximo Kirchner cuando los parafraseó juramentando en el recinto y ante la Constitución con la alegría rockera de su renovado poderío. Los invocó ahora en su jura una diputada más bien ignota, que no pudo exonerarse de ese modo de la mácula de la obsecuencia, replicando también un párrafo del altar ricotero: “Vivir solo cuesta la vida”, lanzó.
¿Y, más allá de los actuaciones tribuneras, cuánto cuesta la vida de verdad? La de los jubilados está devaluada hasta las lágrimas. Pero subrepticios detrás de una terminología abrumadora y pastoral quedaban en principio exceptuados de la pena los que perciben jubilaciones de privilegio. Así fue decidido por mayoría entre cacareos y tretas madrugadoras.
Para muestra basta un botón. Adolfo Rodríguez Saá, presidente por una semana, cobra hoy por su “gesta” durante aquellos días minúsculos (en los que no se privó de declarar un default aplaudido de pie en el Congreso) una dieta de 397 mil pesos mensuales. En su caso, y en el de sus pares ex presidentes, es sabido que esos ingresos constituyen una porción ínfima de sus respectivas fortunas tan acrecentadas durante el ejercicio público. Alberto Fernández expresó luego del escándalo su voluntad de terminar con las jubilaciones de privilegio. La Cámara baja por votación exprés había decidido prima facie proteger a los más beneficiados. Acariciados por aplausos y perversiones retóricas los parlamentarios eligieron a la vez menguar su influencia cediendo espacios y deberes legislativos en favor del Ejecutivo al ungir los superpoderes que son apenas discutidos.
Los que juraron con aspavientos ya comenzaron a desplegar sus habilidades para la obediencia en tiempo récord.
La historia lingüística de los compromisos verbales institucionales es la de una estructura histórica profunda: todo juramento conlleva una sanción augurada en caso de incumplimiento. “Que Dios y la Patria se lo demanden…”. Allí está el tema central: en la demanda.
Porque hay una sensación escéptica y colectiva fundada en la experiencia. Jurar es fácil, lo complejo es la efectiva concreción de la demanda para los que han jurado en vano, sobre todo en tiempos de exención de castigo para los que han “perjurado”; aquellos que se comprometieron con liviandad.
El perjurio es la traición al juramento. El compromiso asumido de palabra concluye en su solo pronunciamiento. Los falsarios saben que las acciones realizadas a posteriori de la promesa retórica quedan desligadas de lo dicho.
Quien jura se compromete con la verdad. Pero si miente la demanda a la que ha aceptado someterse es dudosa en su efectiva sanción.
No son pocos los que deben inferir que perjurar y abjurar de toda promesa es tan sencillo como armar un circo para jurar en falso a sabiendas de que después no pasa nada, porque cualquier corrompido o mentiroso puede aludir al lawfare y liberarse de toda culpa.
La palabra se aliviana, se pierde, se contradice con los hechos, se tuerce hacia la nada y se esfuma en las contradicciones de los que manejan bien la brújula que siempre orienta con precisión el norte magnético de la voluntad intransigente por acumular poder.
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