13 de diciembre de 2019
Alberto Fernández y Cristina Kirchner, el incierto destino del combo presidencial
Sergio Suppo
LA NACION
Eduardo Duhalde, devenido con los años en sabio de la tribu peronista, extendió la semana pasada una advertencia bajo la forma de un consejo: "Si Alberto Fernández y Cristina Kirchner se pelean, no se puede gobernar, se acabó".
La idea de una coexistencia pacífica no ha tenido heridas expuestas en los días previos y posteriores al juramento del binomio que el martes asumió el mando. Sí, deseos indisimulados como prematuros de romper la sociedad con la que ambos transitaron juntos el último tramo de una larga relación política.
Pero es este apenas otro punto de partida. Cristina empieza asentada en un liderazgo indispensable, aunque insuficiente para llegar al poder. Alberto, como la cara amable de un movimiento liderado por ella. Es él quien parece haber elegido el camino de una construcción a partir de los resultados de su gestión.
La espera de los frutos de una presidencia es un tiempo indefinido y azaroso para Fernández, en los que por ahora apenas despunta una personalidad más apaciguada y con una vocación más integradora, pero no por eso menos fuerte que la de su socia.
El martes, en el acto de juramento, la gestualidad y las palabras marcaron una diferencia clara entre ambos. Kirchner se presentó enojada ante sus adversarios y Fernández los saludó cordialmente. Ella le hizo y le puede hacer un gran favor a la construcción de poder del Presidente mostrándose en su versión beligerante. Por contradictorio que parezca, esa personalidad es la que le permitió encapsular a la mayor corriente de seguidores de la política argentina.
Como la propia Cristina debió reconocer, esa millonaria colonia de incondicionales le permitió liderar una coalición, pero no presidirla. Y también instalar a Axel Kicillof en la gobernación bonaerense. Nada menos.
Fernández viene cumpliendo con Cristina en su preocupación más inquietante, su comprometida situación judicial. El anuncio de una amplia reforma judicial detonó una jubilosa celebración cuando, el martes en el Congreso, el Presidente unió al anuncio a la consigna de que durante el macrismo se usó a fiscales y jueces para perseguir a opositores.
El festejo fue una celebración de la impunidad disimulada en una ceremonia formal. Las detenciones ilegales de la dictadura tienen hoy, en el nuevo discurso kirchnerista, la misma entidad que los procesamientos y prisiones preventivas dictadas en democracia. Es un poco difícil fabricar épica revolucionaria cuando lo que se investiga y se juzga son simples y vulgares coimas. Soñaban con la patria socialista y derivaron en la patria contratista.
Todo es historia tan conocida como que llega al presente. Y está comenzando a ser reescrita con un nuevo relato.
Fernández quedó al margen de aquellas sospechas que se convirtieron en estas causas judiciales, pero tiene como deber inmediato remediar las angustias de la mujer que lo llevó al poder. Por ahora, encara un largo camino en busca de resultados que le permitan mostrar, por sí mismo, los signos de un cambio político bajo su propio liderazgo.
Falta todavía mucho tiempo para consumar esa expectativa. Un país complejo y asolado de urgencias perennes es su problema y su oportunidad.
Eduardo Duhalde, devenido con los años en sabio de la tribu peronista, extendió la semana pasada una advertencia bajo la forma de un consejo: "Si Alberto Fernández y Cristina Kirchner se pelean, no se puede gobernar, se acabó".
La idea de una coexistencia pacífica no ha tenido heridas expuestas en los días previos y posteriores al juramento del binomio que el martes asumió el mando. Sí, deseos indisimulados como prematuros de romper la sociedad con la que ambos transitaron juntos el último tramo de una larga relación política.
Pero es este apenas otro punto de partida. Cristina empieza asentada en un liderazgo indispensable, aunque insuficiente para llegar al poder. Alberto, como la cara amable de un movimiento liderado por ella. Es él quien parece haber elegido el camino de una construcción a partir de los resultados de su gestión.
La espera de los frutos de una presidencia es un tiempo indefinido y azaroso para Fernández, en los que por ahora apenas despunta una personalidad más apaciguada y con una vocación más integradora, pero no por eso menos fuerte que la de su socia.
El martes, en el acto de juramento, la gestualidad y las palabras marcaron una diferencia clara entre ambos. Kirchner se presentó enojada ante sus adversarios y Fernández los saludó cordialmente. Ella le hizo y le puede hacer un gran favor a la construcción de poder del Presidente mostrándose en su versión beligerante. Por contradictorio que parezca, esa personalidad es la que le permitió encapsular a la mayor corriente de seguidores de la política argentina.
Como la propia Cristina debió reconocer, esa millonaria colonia de incondicionales le permitió liderar una coalición, pero no presidirla. Y también instalar a Axel Kicillof en la gobernación bonaerense. Nada menos.
Fernández viene cumpliendo con Cristina en su preocupación más inquietante, su comprometida situación judicial. El anuncio de una amplia reforma judicial detonó una jubilosa celebración cuando, el martes en el Congreso, el Presidente unió al anuncio a la consigna de que durante el macrismo se usó a fiscales y jueces para perseguir a opositores.
El festejo fue una celebración de la impunidad disimulada en una ceremonia formal. Las detenciones ilegales de la dictadura tienen hoy, en el nuevo discurso kirchnerista, la misma entidad que los procesamientos y prisiones preventivas dictadas en democracia. Es un poco difícil fabricar épica revolucionaria cuando lo que se investiga y se juzga son simples y vulgares coimas. Soñaban con la patria socialista y derivaron en la patria contratista.
Todo es historia tan conocida como que llega al presente. Y está comenzando a ser reescrita con un nuevo relato.
Fernández quedó al margen de aquellas sospechas que se convirtieron en estas causas judiciales, pero tiene como deber inmediato remediar las angustias de la mujer que lo llevó al poder. Por ahora, encara un largo camino en busca de resultados que le permitan mostrar, por sí mismo, los signos de un cambio político bajo su propio liderazgo.
Falta todavía mucho tiempo para consumar esa expectativa. Un país complejo y asolado de urgencias perennes es su problema y su oportunidad.
Por: Sergio Suppo
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