Miércoles 14 de Agosto de 2013
Por Gabriel Boragina
Los impuestos, además de crear pobreza y
desigualdad son fuente de corrupción y de latrocinio
Y esto sucede porque -en si mismo considerado-
el impuesto no es más que un robo. Así lo vieron numerosos autores en el curso
de la historia hasta nuestros días.
Uno de los economistas que proporciona una de
las mejores descripciones acerca de lo que es un impuesto es, a mi juicio,
Murray N. Rothbard cuando enseña:
“En una economía de trueque, los funcionarios
gubernamentales sólo tienen una manera para expropiar recursos: apoderándose de
ellos en especie. En una economía monetaria, encuentran más fácil apoderarse de
activos monetarios, usando luego el dinero en la adquisición de bienes y
servicios para el Estado, o también para entregarlo en calidad de subsidio a
ciertos grupos favorecidos. Tal apoderamiento es llamado gravación
impositiva.”[1]
Como bien explica este prestigioso economista,
la finalidad del impuesto es la de expropiar recursos apoderándose de ellos, en
suma robando la propiedad ajena. El robo –como en la cita lo aclara- puede ser
en beneficio del propio gobierno, o alternativamente en beneficio de otros, a
quienes el gobierno desea favorecer, generalmente por razones electoralistas,
con lo cual los subsidios otorgados por el mismo, funcionan como una suerte de
soborno, muchas veces con un carácter claramente extorsivo. A partir de esta
premisa del todo exacta y bastante completa, no será difícil deducir el papel
que juegan los impuestos en el crecimiento de la corrupción.
En este sentido, uno de quienes explica con más
luminosidad la concatenación entre los impuestos y la corrupción es el Dr.
Alberto Benegas Lynch (h) con estas ilustrativas palabras:
“Donde no se obedece la ley, la corrupción es
la única ley. La corrupción está minando este país. La virtud, el honor y la ley
se han esfumado de nuestras vidas”. ¿De quién es esta frase? El autor de Patas
arriba: la escuela del mundo al revés, Eduardo Galeano, nos da la respuesta: Al
Capone en entrevista publicada en “Liberty” el 17 de octubre de 1931. Invito a
los lectores que hurguen en sus mentes y piensen en esta frase y digan, si es
posible en voz alta y bien fuerte para que otros oigan, con quienes se les
ocurre establecer un correlato.
Creo que no se necesita ser muy imaginativo e
ingenioso para que irrumpan a galope tendido las figuras de la abrumadora
mayoría de nuestros políticos latinoamericanos, retratados en grandes carteles,
luciendo amplias sonrisas libidinosas y siempre acompañados de inmensas letras
que condenan la corrupción, alaban la justicia, arremeten contra la frivolidad,
pulverizan la pobreza y aplauden la transparencia en los actos de gobierno.
Estas figuras siniestras, pegajosas y por momentos truculentas, estampas
arquetípicas del cinismo y la hipocresía, incluyen en sus peroratas y letanías
las ventajas de la sociedad abierta, los mercados libres y el consiguiente
respeto a los derechos de todos.
No se me ocurre un despropósito de más grueso
calibre ya que no dejan de alimentar la obesidad estatal produciendo brincos
permanentes en el gasto público y los consecuentes estragos de la participación
gubernamental en la renta nacional y, como no alcanzan los permanentes manotazos
de los impuestos, endeudan desaprensivamente a esta y a futuras generaciones a
través de la emisión de títulos varios que siempre tienen denominaciones
cacofónicas cuando no recurren a terminología que suena a supositorio.”[2]
Dado que los impuestos son uno de los medios a
través de los cuales se financia el gasto público, no deja de ser obvia la
correlación entre el impuesto y la corrupción. Por eso mismo agrega:
“Cada vez más suben los impuestos para no
entregar prácticamente nada como contrapartida, mientras los consabidos fariseos
de las pseudofinanzas machacan con el equilibrio fiscal no importa si los
contribuyentes sobreviven al reiterado experimento. Con un poco de imaginación
para salirse del brete conservador, debería prohibirse el endeudamiento público
por incompatible con la democracia, ya que compromete patrimonios de futuras
generaciones que no participan en el proceso electoral del que resulta elegido
el gobernante que contrajo la deuda. Debería también liquidarse la banca central
que siempre destruye el valor del dinero y permitirse que la gente elija los
activos monetarios de su preferencia tal como se ha fundamentado en múltiples
ensayos de gran calado y, entonces, que se las arreglen los gobernantes con
ingresos presentes formados por los impuestos, al tiempo que deben estimularse y
aplaudirse las rebeliones fiscales como signo de dignidad y autoestima cuando
los gobiernos se extralimitan.”[3]
En virtud de que el impuesto es la savia que
alimenta a la burocracia estatal y que esta, por su misma definición, tiende a
auto-expandirse, encontramos en este último hecho la explicación al porque los
gobiernos siempre se extralimitan, ya sea tanto en sus gastos como en sus
crecientes exacciones fiscales. Y esto es sabido desde muy antiguo, por eso el
gran Frédéric Bastiat exclamaba:
“¿Acaso no tengo también a mi favor la
experiencia? Tended la mirada sobre el globo. ¿Cuáles son los pueblos más
felices, más morales y más apacibles? Son aquellos en que menos interviene la
ley en la actividad privada, donde menos se hace sentir el gobierno; donde la
Individualidad tiene más Iniciativa y la opinión pública más influencia; donde
los rodajes administrativos son menos numerosos y complicados; los Impuestos
menos pesados y menos desiguales”[4]
Sin embargo, la realidad de nuestros días
todavía está muy lejos de la sabia descripción de Bastiat. Diríamos más aun: se
aleja cada vez más de ella.
Fuente: Acción humana
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