Viernes 1 de Noviembre de 2013
Por Carlos Alberto Montaner
En foros como éste, generalmente, y es una labor muy útil, se suele hacer una descripción detallada de cuáles son los peligros que acechan a la libertad de prensa, quiénes son sus más encarnizados enemigos y cuáles son las deplorables acciones que realizan.
No obstante, voy a acercarme al fenómeno desde una perspectiva
diferente: ¿por qué sucede? Es decir ¿por qué hay gobernantes que requieren del
aplauso absoluto de la sociedad? ¿Por qué hay personas que necesitan silenciar
a sus opositores y construir un mundo irreal de apoyos, como aquellas “Aldeas
Potemkin” que se construían en Crimea para persuadir a la implacable zarina y a
quienes visitaban a Rusia de que en el enorme país se vivía una realidad
espléndida y próspera?
¿Por qué estos gobernantes dedican enormes recursos a la
innoble tarea de edificar sociedades corales que repitan mecánicamente el
discurso oficial, y con el objeto de lograr esa extraña conducta de los
asustados ciudadanos, convertidos en súbditos obedientes, están dispuestos a
crear estados policíacos dedicados a vigilar y confirmar que todos suscriban las
mismas ideas y a castigar a los que se desvíen del guión obligatorio?
¿Por qué el gobierno de Cuba, y en menor escala (todavía) los
de Venezuela y Nicaragua, impiden las manifestaciones de los opositores y las
enfrentan con actos de repudio orquestadas por la policía política para acallar
las voces de protesta, como si la unanimidad fuera un comportamiento normal,
cuando sucede exactamente lo contrario?
¿Por qué se presentan los actos de repudio, esos pogromos
modernos, como si fueran expresiones espontáneas de la sociedad ofendida por los
disidentes, cuando todo el mundosabe que se trata de manifestaciones de odio
organizadas y dirigidas por el grupo dominante para aplastar o silenciar la
inconformidad de ciertas personas y, de alguna manera, para ratificar el
supuesto apoyo mayoritario que tienen el líder supremo y su gobierno?
¿Por qué hay gobernantes que necesitan tener razón siempre, y,
cuando no la tienen, ocultan la realidad, deforman los hechos y convierten la
divulgación de la información que los contradice en un delito de lesa
patria?
¿Quién puede creer en la neurótica uniformidad de Corea del
Norte? ¿No se ha visto, tras la caída de todas las dictaduras, las de derecha e
izquierda, que esos regímenes monolíticos, empeñados en mostrar panoramas
sociales y políticos uniformes, son pura coreografía dirigida por los comisarios
políticos?
En definitiva: ¿por qué ocurre este comportamiento anómalo?
La primera observación, bastante obvia, es que, generalmente,
detrás de cada dictadura suele haber un caudillo. Es cierto que, en algunas
oportunidades, más bien raras, son dictaduras institucionales que renuevan cada
cierto tiempo la cabeza dominante, como sucede en la China postmaoísta, que hoy
es algo así como un despotismo capitalista salvaje, pero lo usual es que al
frente de ese tipo de Estado exista una figura descollante,
un mono alfa que determina la mayor parte de las acciones que
se toman.
La segunda observación es que esa criatura que encabeza al
Estado y se confunde con él y con el partido de gobierno, incluso con la
historia, donde presume que arraiga su legitimidad, suele ser un tipo
intolerante con la crítica. Persigue a quiénes tienen opiniones diferentes,
trata de aplastar a quienes lo juzgan negativamente, y da por sentado que
cualquier desviación de la línea oficial, o incluso cualquier omisión de los
aplausos y halagos habituales que cree merecer, son obra de una oscura
conspiración pagada por extranjeros malvados y ejecutada por canallas
incalificables que traicionan los intereses sagrados de la patria.
¿Por qué sucede esto? ¿Por qué, por sólo citar algunos
dictadores, Fidel Castro, Evo Morales, Rafael Correa, Rafael Leónidas Trujillo,
Adolfo Hitler, Benito Mussolini, Francisco Franco, José Stalin y tantos otros
caudillos dictatoriales, carecen de tolerancia a la crítica?
A Fidel Castro lo llaman Máximo Líder, y se sabe que una de las
“causas” que le llevó a fusilar al general Arnaldo Ochoa, o a sacar del poder
sin contemplaciones a Carlos Lage y a Felipe Pérez Roque, fue descubrir, por
medio de su servicio de inteligencia, que se burlaban de él.
Adolfo Hitler era el Führer, el Líder. Benito Mussolini era Il
Duce, palabra derivada de dux, una especie de general. Mao era “el Gran
Timonel”. El dominicano Rafael L. Trujillo, uno de los más feroces y temidos, se
hizo llamar Generalísimo, como Francisco Franco, y le puso su nombre a la
capital del país para equipararse con George Washington. En las casas se
colocaban retratos del dictador con una leyenda: Dios y Trujillo. Contradecirlo
era como contradecir a Dios.
Por supuesto, esta veneración, generalmente inducida, se escuda
en la necesidad de defender a la revolución, a la dignidad del país o a la
majestad del cargo que se ocupa, pero la realidad es que se trata de una
conducta relacionada con la psicología del caudillo autoritario. Todos ellos
coinciden, en mayor o menor grado, en lo que hoy se llama “liderazgo
narcisista”.
El narcisista necesita que lo adoren. Vive para eso. Su
autoestima se alimenta insaciablemente de la pleitesía que le rinden. La función
de los demás mortales es confirmarle constantemente el inmenso talento que
posee, la infalibilidad de sus juicios y la generosidad sin límite de sus
intenciones.
El líder narcisista no puede aceptar las opiniones contrarias.
Le provocan estados de rabia. Freud, hace casi un siglo, percibió el fenómeno de
la intensidad con que los narcisistas sufren las críticas y le llamó la “herida
narcisista”. El juicio negativo había dejado de ser sólo eso, una opinión
adversa, y se consideraba una ofensa terrible que había que lavar con sangre o
con un castigo ejemplar. Frente a la “herida narcisista”, surgía lo que Heinz
Kohut, el gran renovador del psicoanálisis y el mayor experto en las
personalidades narcisistas, mucho más tarde, en 1972, llamó la “rabia
narcisista”.
Esa rabia, cuando el que la padece y expresa (sobre
todo expresa) es el líder narcisista autoritario, tiene dos funciones
clave en el ejercicio del poder: opera como un gran elemento de intimidación
dentro de la cúpula gobernante y se convierte en la antesala del castigo a quien
se ha atrevido a retar la autoridad suprema del caudillo. El miedo, pues, se
torna en el gran cohesivo de ese tipo de sociedad tiranizada. El caudillo
autoritario, además, siente placer cuando advierte que las personas de su
entorno lo temen tan pronto les enseña los colmillos. Ahí radica una de sus más
preciadas gratificaciones emocionales. Se “sacrifica” en el ejercicio del poder
para gozar del temor de sus subordinados, paradójicamente expresado por medio de
aplausos y vítores.
Un perfecto ejemplo de cómo gobierna el caudillo narcisista
autoritario y el papel que desempeña la rabia en el control de la clase
dirigente, puede verse en la extraordinaria película La caída, sobre
los últimos días de Hitler en el búnker donde encontrará la muerte por su propia
mano, film fue concebido sobre el testimonio de una persona que vio y relató lo
acontecido (http://www.youtube.com/watch?v=E-d0EBVKSMo).
Aquellos aguerridos generales con mando de tropa se morían de
miedo ante los ataque de rabia de Hitler. Todos coincidían en que la guerra
estaba perdida. Casi todos estaban dispuestos a rendirse, pero Hitler, pese a
los síntomas de que era un tipo desquiciado, aquejado por temblores inducidos
por los medicamentos que tomaba, o por un precoz mal de Parkinson, los
intimidada con sus gritos y ellos callaban, pero apenas lo contradecían. No se
atrevían.
Hitler, además, trataba de controlar personalmente los detalles
de la guerra. Era y es otro rasgo frecuente en los narcisistas autoritarios. Son
lo que los psicólogos llaman control freaks, una expresión que
acaso puede traducirse como “maniáticos del control tiránico”. Son gentes que
sienten un íntimo desprecio por los otros y sospechan de sus habilidades para
llevar a cabo las tareas. Sólo ellos tienen el talento que se requiere para
dirigir. Por eso, entre otras razones, tienden a querer perpetuarse en el poder.
Nadie puede sustituirlos.
Ese elemento de control maniático y tiránico presente en la
psicología del narcisista autoritario lo lleva a tratar de aislar a la sociedad
para que no se exponga a los juicios negativos sobre su persona. De la misma
manera que no cree en el talento o la habilidad de sus subordinados para llevar
a cabo su trabajo sin la supervisión directa del caudillo superdotado, tampoco
cree que la sociedad sea capaz de formular juicios justos independientes sobre
su persona. Esa es la íntima justificación de la censura que tienen los
narcisistas autoritarios. El pueblo, supuestamente, no es capaz de discernir la
verdad de la mentira y hay que protegerlo con una espesa capa de silencio.
Es obvio que a nadie le gusta que lo ataquen o insulten, pero
en el comportamiento del líder maduro democrático está la aceptación del rechazo
y de la crítica adversa como parte normal del ejercicio del poder. Esos ataques
ni siquiera determinan el nivel de aceptación general porque el conjunto de la
sociedad realmente sí es capaz de entender que las críticas muchas veces son
expresiones subjetivas de los adversarios políticos que no es necesario
compartir. A Franklin Delano Roosevelt lo atacaron con saña algunos de los
opositores más talentosos, pero esos ataques no consiguieron impedir que ganara
cuatro elecciones presidenciales. Lo mismo puede decirse del general DeGaulle y
de Winston Churchill. Vivieron rodeados de enemigos. Fueron vivamente criticados
por unos y admirados por otros, como corresponde a la pluralidad natural de
todos los conglomerados humanos.
Una de las ceremonias más importantes de exorcismo político en
Estados Unidos es esa fecha anual en la que el presidente del país se reúne con
los periodistas más ácidos y los humoristas más agudos para oír sus ingeniosas
ironías y sarcasmos. Todos se burlan de él y él acaba por burlarse de sí mismo,
terapia de realidad que liquida o combate cualquier vestigio de narcisismo que
pudiera afectarle. Es una forma de recordarle al presidente que es sólo un
americano más, provisionalmente seleccionada para cumplir una misión dentro de
las leyes del país.
Sin duda, una parte importante del proceso de maduración de los
adultos sanos consiste en entender que no tienen que ser universalmente amados o
admirados, porque la percepción del rechazo no deben afectar la autoestima. Y
parte de la educación de esos adultos sanos y maduros incluye aprender a tratar
con respeto a las personas que no les gustan, factor clave de la conducta
tolerante.
Sencillamente, los narcisistas autoritarios no son adultos
maduros, sino personalidades psicopáticas, fundamentalmente intolerantes que,
por diversas razones difíciles de precisar, no desarrollaron adecuadamente sus
zonas emotivas. Necesitan el aplauso. Necesitan controlar. Necesitan infundir
pavor. Necesitan gobernar para siempre.
Es absurdo silenciar los medios de comunicación para evitar que
expresen opiniones negativas sobre los gobernantes. Esa actitud, que es la de
todos los narcisistas autoritarios, es la mayor prueba de que se está frente a
mentes enfermas que no debieran ejercer la autoridad porque carecen de tres de
los rasgos psicológicos esenciales en todo buen gobernante: la prudencia, la
humildad y la tolerancia.
Las personas realmente sabias conocen sus limitaciones y deben
ser capaces de admitir errores, revocar decisiones y rectificar rumbos. No hay
la menor grandeza en la terquedad patológica que refleja la vieja frase española
de los hidalgos del siglo XVI: sostenella y noenmendalla.
Sostener el error antes que enmendarlo, batirse a duelo antes que pedir
disculpas por una actuación incorrecta, es una imbecilidad perfecta, propia de
gentes inmaduras.
Quizás, una de las fórmulas para protegernos de la censura sea
identificar a los narcisistas autoritarios antes de que lleguen a posiciones en
las que pueden hacernos daño. Hay que aceptar, melancólicamente, que la política
tiene mucho de psiquiatría, y parte del éxito consiste en vacunar moralmente a
los electores para que entiendan el peligro de entregarles el poder a sujetos
dominados por el amor incontrolable a sí mismos.
Hay que crear, además, instituciones que impidan el triunfo de
estos perturbados o, si llegaran al poder, que sean capaces de sujetarles las
manos para que no nos perjudiquen por largos periodos.
Hace más de un siglo el peruano González Prada afirmaba que la
política a veces era una actividad de botica y manicomio. Creo que acertaba.
Por Carlos Alberto Montaner
En memoria de Agustín Alles, buen periodista y buen amigo.
Fuente: www.elblogdemontaner.com
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