Jueves 03 de abril de 2014 | Publicado en edición impresa
Editorial I
Cada vez más la delincuencia se aprovecha de la vulnerabilidad de los
adultos mayores, a quienes trata con salvajismo y llega a causarles la
muerte.
La noticia de que en el curso de las primeras semanas
del corriente año 17 jubilados murieron en el país como consecuencia de
ataques padecidos durante asaltos en que los delincuentes los amenazaron con armas o les pegaron salvajemente es un dato sumamente grave
, que revela no sólo el avance del delito y de la violencia, sino
la incapacidad de los Estados en todos sus niveles para garantizar el
derecho a la vida de las personas. Algunos de esos adultos mayores
murieron directamente como producto de los golpes, otros fueron
apuñalados o baleados y muchos fallecieron por ataques cardíacos al no
resistir las torturas a las que fueron sometidos.
Lamentablemente, no es una situación nueva en el país, sino que se ha ido agravando con el correr de los años como producto de la creciente inseguridad que las autoridades siguen empecinadas en desconocer.
Decir que han muerto 17 jubilados en asaltos en lo que va del año en la Argentina implica una muerte cada cuatro días en esas circunstancias. Y seguramente son muchas más, pues la cifra consignada sólo corresponde a los casos dados a conocer por la prensa.
Tomar conocimiento de esa realidad duele y alarma, especialmente por la falta de sentimientos que se revelan en los delincuentes al perpetrar actos de violencia contra personas mayores que, aunque sobrevivan al suceso, quedarán disminuidas en su salud física y psicológica.
Ello lleva a pensar que se ha ido modificando el perfil del delincuente de décadas atrás que, en los casos de robos, no llegaba al extremo de un asesinato, porque mantenía un control del delito y buscaba no agravar sus culpas en caso de resultar detenido y juzgado.
Hoy, ese freno parece inexistente y tal vacío ha tornado más peligrosa la conducta delictiva. Por lo tanto, la relativa indefensión de las personas mayores constituye un dato que incentiva al malhechor. Parecería que el delincuente ensaya con esos seres indefensos para ganar experiencia antes de acometer delitos que prometen ser más productivos, pero que son a la vez más riesgosos por la condición de las víctimas.
Al revisar la distribución geográfica de los 17 homicidios, se advierte que 11 de ellos ocurrieron en la provincia de Buenos Aires. Los seis restantes tuvieron lugar en Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos, San Luis y la ciudad de Buenos Aires. La estadística es desalentadora. Las muertes de ancianos como consecuencia de asaltos no ha disminuido respecto de 2013: en los primeros días de este año, se mantuvo el mismo promedio registrado el año anterior cuando fallecieron 55 adultos mayores.
Al reflexionar sobre la dura criminalidad actual, carente de límites inhibitorios al ejecutar su acción sin condicionamientos sobre los más débiles, no podemos dejar de plantearnos sobre los orígenes de esta falta de sensibilidad, de desvalorización de la vida del otro y de la propia como parte de una sociedad en la que diariamente se multiplican los mensajes que deterioran las relaciones interpersonales, donde se hace un culto de los enfrentamientos y de las divisiones.
El rol de la persona mayor ha sido diverso y, también contradictorio, durante el desarrollo de la civilización. En algunas culturas, ese papel fue y sigue siendo admirado y considerado sabio, al punto de confiar en los mayores como consejeros de vida y de las altas políticas. En otras, se trata a los ancianos como una carga para la sociedad, cuando no para algunas familias.
En la Argentina, estamos dando un ejemplo penoso, especialmente desde el Estado, tal vez el más insensible de todos los actores que deben promover el bienestar y cuidado de quienes han dado mucho y ahora necesitan recibir ayuda y protección.
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