edición
1902 de la revista
Por José Antonio Díaz
Les grita a todos, incluidos los más leales. El
cruce con Moreno. Los retos a Zannini. Las chicanas a Gils Carbó. Escenas
increíbles.
Las actuales rabietas de Cristina Fernández
resumen sus propios fracasos. Se la agarró en público con Daniel Scioli porque
no la defiende de las denuncias de corrupción. Pero en privado también le pasó
la factura al zar del juego K Cristóbal López. Un empresario amigo citó la
frase clave de la Presidenta: “Ahora mirás para otro lado, ¿eh?; quiero ver qué
hacés cuando te toque a vos”, lo corrió con las peripecias que debe afrontar su
colega Lázaro Báez. El empresario le había quitado hace poco otra preocupación
a la Presidenta, un tanto más banal: financiar a Marcelo Tinelli para que no
calentara la pantalla con su humor crítico antes de las elecciones, como en el
2009. No sirvió de mucho: ahora el dueño del rating es un periodista, Jorge
Lanata, hoy estrella del Grupo Clarín, la pesadilla de cabecera de Cristina. No
hay Fútbol para Todos que pueda conformar a Olivos. Como para no ponerse de mal
humor.
Sobre las abundantes denuncias de corrupción,
Cristina debió digerir otro sapo: el martes 15, el juez Ariel Lijo rechazó el
sobreseimiento de Amado Boudou en la causa que le sigue por “abuso de autoridad
y violación de los deberes de funcionario público en el marco de la compra de
acciones de la ex imprenta Ciccone”. La orden de Gobierno había sido presionar
al juzgado federal para liberar al vicepresidente de semejante carga.
Otra aliada, casi amiga, que iba a servirle de
frontón a Cristina era Alejandra Gils Carbó, procuradora general de la Nación,
sospechada de instigar a los fiscales a borrar a Lázaro Báez de la imputación
por presunto lavado de dinero. “Vos me tenías que defender a mí y ahora resulta
que tengo que salir a protegerte de tus propios fiscales”, le disparó la
Presidenta con sombría ironía. Ni más ni menos: entre los designados por Gils
Carbó, 11 fiscales subrogantes no tienen acuerdo del Senado y 18 ni siquiera
pasaron por concursos, irregularidades formales que desataron una virtual
rebelión en el ministerio público y podrían ampliarse hasta la figura penal del
incumplimiento de los deberes de funcionario público. La procuradora fue puesta
ahí por Cristina para empezara experimentar la Justicia adicta.
El tercer blanco de la furia presidencial de la
última quincena ha sido, imprevistamente, el fiel Guillermo Moreno: “Como ya
fracasaste varias veces en bajar los precios, ahora te mandé a los chicos de La
Cámpora a controlar, a ver si te ayudan –lo chicaneó imitando el estilo del
secretario–. ¿Te gustó el nombre que le puse, ‘Mirar para cuidar’?”. No le
gustó. Acató igual. Se lo vio tambalear como nunca desde los tiempos de
Kirchner. Y conste que Moreno no es precisamente un timorato.
MALA IMAGEN. Es que la corrupción y la inflación explican el
súbito crecimiento de la imagen negativa de la Presidenta por arriba del 40%,
según le comentó personalmente un conocido encuestador abonado a los contratos
con el Gobierno. Cristina, previsiblemente, estalló. No solo porque sus
funcionarios no se atreven a defenderla en público sino también porque ve venir
una próxima derrota en la Justicia. La suspensión de la elección partidaria del
Consejo de la Magistratura, y la eventual declaración de inconstitucionalidad
de la reforma que eliminó las cautelares, son datos anticipatorios de una
realidad que amenaza con traspasar los límites del país imaginario del relato
presidencial. En este caso, Cristina le pasó la factura a Carlos Zannini, el
secretario legal que dio su OK de “experto” a la Reforma Judicial, un engendro
impuesto por la mayoría parlamentaria oficialista pero inviable políticamente.
Sobre Zannini, el principal punto de sustentación de Cristina, descarga todas
las iras por la “conspiración” que supuestamente se trama desde los tribunales.
“Se creen que van a poder voltearme, pero van a tener que cargar con las
consecuencias”, arremetió increíblemente contra los jueces “cautelares”. Hasta
Zannini se asustó, y no solo por los gritos.
Igual, obediencia debida. Aunque a esta altura
vale la pena preguntarse si el problema es la lealtad o pericia de los
funcionarios más cercanos o más bien la inseguridad o miedos de la propia
Presidenta. Un desempeño mediocre en los comicios de octubre no solo liquidaría
la posibilidad de una nueva reelección sino que afectaría la gobernabilidad
según el principio del “pato rengo” tantas veces invocado por Kirchner. Si la
sucesión no está resuelta, el que hasta ayer apoyaba trata de acomodarse al que
vendrá. El peronismo no perdona.
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