La presente nota del Sr. Carlos Mira, fue enviada por nuestro AMIGO M.D. y bien vale la pena leerla. Ignoramos el medio en que fue publicada.
Este artículo de Carlos Mira me parece uno de los más contundentes en cuanto a la descripción de la situación argentina, sin agresiones ni golpes bajos. Te hace doler, pensar, preocupar y al divulgarlo colaboramos con la reflexión.
El prólogo es de M.D.
Por Carlos Mira
Todo se está cayendo a pedazos. Finalmente una
historia de mentiras y
falsedades, vendida a fuerza de escenografías vacías y
oropeles de
fantasía, dejan paso a lo que han generado diez años de
kirchnerismo.
Muchos podrían tentarse en este punto y sentir una enorme
compulsión a
enumerar los tremendos desbarajustes económicos que el
gobierno de la
familia Kirchner le han provocado innecesariamente al país.
Dislates
provenientes de la impericia, el desconocimiento, la
terquedad, los
rencores y una furia inexplicada contra el mundo que solo se
puede entender
en mentes inhóspitas y pobladas de ignorancia.
Pero esos estragos no son nada al lado de otros males mucho
peores que la
“década ganada” nos ha dejado. La peor cosecha del huracán
“K” no se mide
en números económicos, lamentablemente. Si bien ese costado
es alarmante,
no es el más costoso.
Los Kirchner han descompuesto a la sociedad. Si algo quedaba
en pie de ese
entramado después de las calamidades del 2001, Néstor y
Cristina se
encargaron de detonarlo. El matrimonio terminó de destruir la
ya escasa
noción que la sociedad tenía del distingo que diferencia el
bien del mal,
lo correcto de lo incorrecto y lo honorable y de lo
vergonzante.
En un aluvión que propagandeó los desvalores de la discordia,
la envidia,
el rencor, la división, la falta de respeto y la rebelión
contra el orden y
la ley, arrasó con la noción de la convivencia y de la bondad.
Muchos de los comerciantes saqueados de Córdoba y otras
provincias veían
las caras de quienes -apenas horas antes- eran sus clientes
en los
delincuentes que se llevaban, enfrente de sus llorosas
narices, el fruto de
su trabajo y de su ahorro.
Habrán habido allí también, seguramente, malandras, excluidos
y
delincuentes “verdaderos”, pero muchos eran sus propios
vecinos, gente con
la que se suponía compartían una comunidad de valores hasta
horas antes del
aquelarre.
El kirchnerismo llegó hasta ese hueso de cohesión. Dinamitó
las relaciones
de bondad y armonía y llevó un mensaje subliminal de odio y
de prepotencia
que contagió a todos con la convicción de que por la fuerza
se puede tener
aquello que se desea.
Le robó al mundo, a las empresas y a la sociedad toda. Se
vanaglorió de esa
“viveza” ante todos, como si la deshonestidad abierta y
descarada fuera una
hazaña. Soliviantó el derecho en general y el derecho de
propiedad en
particular, trasmitiendo la larvada idea de que todo aquel
que llegó a
tener algo en la vida como fruto de su trabajo y de su
esfuerzo era un
“explotador” y un mal nacido y, en cambio, que el que se
apropia de lo
ajeno por el robo y el delito es un pobre hombre al que hay
que comprender
por los extremos a los que lo ha sometido la “exclusión
social”, provocada
por los primeros.
Al mismo tiempo envío señales de impunidad
a los
funcionarios que multiplicaron sus fortunas desde la función
pública
abierta y descaradamente como quizás nunca antes lo había
visto la
Argentina. Ese mensaje de delincuencia fue decodificado por
la masa como un
salvoconducto para hacer lo mismo en el seno cotidiano de la
sociedad.
Esta descomposición moral es el verdadero legado del
kirchnerismo. Esta
degradación de nosotros mismos como personas, como individuos
es lo que
realmente debe medirse como herencia de la que probablemente
haya sido la
peor calamidad que, en términos institucionales y sociales,
haya conocido
el país desde Caseros.
Los Kirchner nos han hecho peor de lo que éramos.
Lamentablemente los
argentinos veníamos viviendo al margen de la normalidad desde
hace ya
muchas décadas. La preeminencia de la ley, el valor de la
honestidad, la
supremacía del esfuerzo y del trabajo habían sido
reemplazados hace rato
por un reinado de diagonales y atajos. En ese imperio, muchos
se
beneficiaron por la preponderancia de las malas artes y por
la pertinaz
costumbre del país de recompensar a los malandrines antes que
a los
trabajadores honestos y a los ciudadanos esforzados.
Hasta adaptamos el orden jurídico positivo a esa tabla de
valores
semidelincunciales: siempre el incumplidor fue premiado,
siempre el
“vivaracho” se llevó la mejor tajada, siempre el que tomaba
el atajo o la
banquina obtenía mejor rédito que el que respetaba el camino
legal. Y todo
eso lo fuimos receptando en la propia ley como para tornar
todo mucho más
coherente.
La crisis de comienzos de siglo ahondó esa descomposición. Y
en medio de
ese temblor, llegaron los Kirchner.
Su furia inexplicada e inexplicable profundizó el caldo de
cultivo social;
multiplicó y explotó para su provecho la indignación en lugar
de mitigarla
y tiró nafta al fuego, en lugar de apaciguarlo. Hizo lo que
muchos -con
ejemplar simpleza- definen como fascismo: se subió a un
balcón y le dijo a
la mitad de la sociedad que todos los males que padecía eran
culpa de la
otra mitad.
Los argentinos no necesitaban ese combustible. Pero lo
tuvieron a manos
llenas, casi como distribuido con morbo. La cosecha de esa
siembra es lo
que vemos hoy: vecinos que les roban a sus vecinos, en una
orgía de
perversión.
¿Alguien puede creer que los reclamos salariales de las
policías y las
fuerzas de seguridad provinciales pueden justificar y
explicar por sí solos
las dantescas imágenes que vimos por televisión? Detrás de
todo eso están
las consecuencias del diseño social del kirchnerismo: un
millón de jóvenes
de entre 16 y 24 años que no estudian ni trabajan, no porque
no puedan,
sino porque durante 10 años recibieron la vacuna invisible de
que es
posible vivir sin estudiar y sin trabajar.
Años de repiqueteo
con palabrasy con hechos, que respaldaron cortes de ruta, tomas de
colegios, hechos deviolencia, barras bravas, desorden, atropellos y la completa
desconsideración del mérito, han llevado a la mente de esos
jóvenes la idea
de que con unas cuantas amenazas, robando y, eventualmente,
matando, se
puede alcanzar rápidamente lo que el trabajo solo retornaría
luego de años
de esfuerzo.
En el fondo, detrás de su coraza revolucionaria, los Kirchner
entronizaron
una enorme frivolidad. Y no precisamente aquella que matiza
con los adornos
del desarrollo una profundidad de seriedad y trabajo, sino
una que de
accesoria, se convierte en principal y en el único motor que
parece mover
el horizonte de la vida.
Es probable que una cuántas medida económicas racionales
tomadas a tiempo
por alguien naturalmente más creíble que el neo marxista
Kicillof, puedan
ordenar el enorme marasmo económico que creó la “década
ganada”; una década
que 10 años después de resonantes teóricos triunfos no le
puede pagar a la
policía y debe racionar los escasos dólares que produce
porque su demencial
lógica los hace desaparecer como por arte de magia de las
arcas del Banco
Central.
Pero el daño moral infligido hasta la médula del esqueleto
social tardará
muchas generaciones en ser reparado. La droga, la degradación
de los
valores, el trato peyorativo a lo correcto y la banalización
del delito
solo se extirparán luego de años y años de perseverancia en
los valores
opuestos.
Quizás el aspecto positivo colateral de 10 años de
kirchnerismo sea
precisamente ese: el saber que la única manera de extirpar el
tumor social
que engendró es hacer todo lo contrario de lo que él hizo.
Después de todo,
una hoja de ruta hacia el bien, la armonía y la supremacía de
la ley estará
bien clara en la Argentina: bastará preguntar qué hizo el kirchnerismo
en
esos casos en estos 10 años, y luego hacer todo al revés.
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