viernes, 31 de enero de 2014

El neoliberalismo kirchnerista






Por   | Para LA NACION



El gobierno kirchnerista y sus propagandistas construyeron, a poco de iniciar su andadura, una narrativa sencilla que fue para mucha gente convincente; de acuerdo con ella, la misión que asumieron quienes desde entonces controlan el poder ha consistido en reparar un país dañado por la dictadura y por el neoliberalismo de los años noventa con políticas que decían ser, a la vez, inclusivas de aquellos que habían sido expulsados de la economía y del bienestar y reivindicativas de la memoria de las víctimas de la represión, muertas por ideales que el Gobierno declaraba hacer suyos. Pero al cabo de una década en el poder, el kirchnerismo deja un país yermo y desolado. 

Entrega una patria facciosamente dividida, desconcertada, colmada de la ira de algunos, la decepción de otros y el sufrimiento continuado de los muchos para quienes estos diez años no han sido más que el desperdicio de una oportunidad para salir de la pobreza. Un gobierno cuyas batallas épicas se han convertido en poco más que un esperpento exhibe, en su ocaso, aquello que lo iguala con el monstruo del que pretendió, o hizo creer que pretendía, hacerse diferente.

 Un monstruo cuyo nombre usual, tantas veces arrojado en el rostro de los otros, es "neoliberalismo", con el que ha compartido el desdén por los demás y la defensa de intereses parciales, la indiferencia respecto del bien común y el desprecio por una comunidad política cuya existencia misma sólo es posible en el marco de un espacio de deliberación que el kirchnerismo ha cancelado; un gobierno cuyo legado más visible es el incremento de las desigualdades, una sociedad cada vez menos convergente y el retroceso de todos los indicadores que, de la educación a la salud pública y de la movilidad social a la calidad de la Justicia, dan verdadera cuenta del estado de una sociedad.

A diferencia del menemismo, régimen emblemático de aquellas políticas repudiadas, el kirchnerismo ha sido cobarde. Si aquél hablaba frontalmente de la conveniencia de trasladar a agentes privados la provisión de bienes públicos, éste, al tiempo que aumentaba el tamaño del Estado, lo volvía cada vez más inútil y forzaba arteramente a los individuos para que se proveyeran a sí mismos de los bienes que el Estado dejaba gradualmente de brindarles. Quienes pudieron reemplazaron el transporte público por autos o motos, delegaron la seguridad personal en custodios particulares, compraron servicios de salud y sustituyeron la educación pública por la privada, que vio engrosadas sus filas con las decenas de miles de alumnos que abandonaron el sistema estatal. 

En los pasos finales de esta exhibición de cinismo, el Estado delegó en los particulares la provisión de energía: el paisaje urbano se vio así invadido por generadores de electricidad que se hicieron presentes en veredas, edificios, casas y comercios. El Estado kirchnerista privatizó también las reservas del Banco Central, al transferirlas a los particulares que decidieron que preferían utilizar una moneda distinta del peso para realizar sus transacciones y preservar su patrimonio. Ni moneda ni educación: ése será el legado del neoliberalismo kirchnerista, que, al tiempo que distribuía masivamente su relato por cadena nacional, instauraba una micropolítica de la privatización forzando a todos los que estuvieran en condiciones de hacerlo a contratar en el mercado los bienes comunes que el Gobierno iba destruyendo o de cuya provisión se desentendía. Sagaz, sutilmente, el Gobierno se convirtió en el Gran Privatizador.

Pero este gobierno introdujo poca novedad respecto de un pasado cuya marca principal también consistió en arruinar lo que no es común. Años de políticas iniciadas, cuando menos, hacia el final del gobierno peronista de los años setenta, agravadas por la dictadura y continuadas durante las dos últimas décadas; cuarenta años de políticas que sólo intentaron ser interrumpidas durante el breve interludio del regreso de la democracia y que se exacerbaron gracias a la incompetencia de la Alianza y a la crisis de principios del siglo.

 Aquellos que nacieron después del colapso de 1975 -casi el 70% de los argentinos- son personas cuya memoria de lo colectivo se ha nutrido mayormente de frustración y de fracaso o de cínica indiferencia, para las cuales las ideas mismas de bienes comunes, espacio público y vida cívica resultan ajenas o absurdamente utópicas.

 Porque la clave de comprensión de estas décadas injustas no radica fundamentalmente en las opiniones que nos merezca el tamaño del Estado ni si éste debe o no proveer determinados bienes -como el transporte aéreo- o servicios -como la transmisión televisiva del fútbol-, sino, sobre todo, en su falta de disposición para convocar a todos los ciudadanos en torno del ideal y de la experiencia de lo que es común.

Lo que hemos visto en la Argentina de estas últimas, ya infinitas décadas, es un adelgazamiento constante de la vida civil. El Estado, pequeño en los noventa, grasoso en estos tiempos, ha sido eficaz solamente para conseguir que grupos cada vez más numerosos de personas hayan ido perdiendo sus habilidades críticas para asumir los compromisos políticos y morales esenciales que se requieren para cumplir el papel de ciudadanos en una democracia que funcione. No ha recurrido para ello tan sólo a los mecanismos clásicos de la expulsión, que consisten en arrojar personas por el barranco de la pobreza, deteriorar la calidad de la educación, de la salud, de la Justicia, de las infraestructuras, de los puestos de trabajo valiosos tanto por las competencias que exigen como por los derechos que otorgan?

 No sólo ha expulsado a muchos: también ha abierto, para decirlo con la expresión de Albert O. Hirschman, numerosas puertas de salida para que los sectores más acomodados de la sociedad, o aquellos que quieren todavía preservarse como parte de la clase media, hayan ido abandonando los bienes públicos, provistos por instituciones financiadas y controladas públicamente, sustituyéndolos por servicios contratados en el mercado de los prestadores privados. Expulsar a unos y estimular la salida de otros han sido los mecanismos privilegiados por quienes, tanto ayer como hoy, han colonizado el Estado en beneficio propio y de sus cómplices, restringiendo cada vez más la comunidad de aquellos que merecen ser respetados como ciudadanos iguales, y no ignorados por excluidos o repudiados por ausentes.

Somos así testigos -más bien: protagonistas- del resultado de casi medio siglo de degradación del compromiso con la esfera pública, con los bienes comunes, con las responsabilidades propias de la ciudadanía, del sostenido menoscabo de las obligaciones con la sociedad civil. Testigos de un proceso de disolución que ha perturbado profundamente el sentimiento de convivencia mutándolo en una cada vez más dificultosa cohabitación y haciendo obligada una pregunta más angustiante que sus posibles respuestas porque su sola formulación condensa los fracasos colectivos: ¿podremos, los argentinos, vivir juntos? ¿Podremos alguna vez vivir juntos, en una sociedad de individuos autónomos que, como señala Rainer Forst, interactúen en un espacio de razones, que construyan un marco institucional que canalice los conflictos de opiniones e intereses y facilite su solución? Así como Alain Touraine se lo preguntaba respecto de la convivencia en una sociedad multicultural, es necesario hacernos la pregunta sobre la posibilidad de la convivencia en una democracia y una sociedad profundamente fragmentadas.

Nada parece sugerirlo. Suponer que el ruinoso final del actual gobierno es el fundamento de una nueva y mejor oportunidad es simplemente desconocer, de modo irresponsable y complaciente, que los muchos fracasos anteriores no han modificado las conductas básicas de los actores colectivos ni individuales en un país en el que cada vez es más difícil encontrar razones compartidas para vivir. Porque, en efecto, quienes aquí estamos lo hacemos fundamentalmente por razones privadas, una de las cuales es, muchas veces, tan sólo la imposibilidad de no estar aquí.

La sociedad argentina debe reconstruir razones públicas para la vida en común, razones que no son y que nada tienen que ver con las que nos hacen compartir un territorio. Vivir juntos, no cohabitar. Porque éste será un país cada vez más injusto no sólo por expulsar a unos y estimular la salida del espacio común de los otros, sino sobre todo porque las únicas razones de nuestra permanencia son cada vez menos compartidas con los demás.

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