lunes, 30 de septiembre de 2019

Reivindicar la violencia política amenaza la convivencia democrática

LA NACION



30 de septiembre de 2019 




Reivindicar la violencia política amenaza la convivencia democrática



Al discurso kirchnerista que propone para su eventual regreso al poder un nuevo "orden", reformas judiciales, constitucionales y agrarias, se suma la valoración positiva de la lucha armada




Fuente: LA NACION - Crédito: Alfredo Sabat




 Jorge Ossona
                            LA NACION


En los últimos días se ha dado un paso más en el proceso de radicalización discursiva velada de cara a un eventual próximo gobierno kirchnerista. Las promesas de reformas constitucionales, judiciales, agrarias y de "nuevos contratos" y "órdenes" políticos han sido fundamentadas históricamente. Debe reconocérsele al profesor Horacio González el blanqueo de lo que, en los hechos, se viene efectivizando en escuelas, universidades, museos y medios desde hace al menos un cuarto de siglo, aunque con particular pertinacia desde los 2000: la reivindicación de la violencia insurreccional de los 70, que, según su opinión, requerirá nada menos que el imperativo final de la " reescritura de la historia".


Un planteo para ser abordado desde la propia disciplina invocada a partir de un interrogante central: ¿para qué ha servido la historia? O ¿cuál ha sido su utilidad emblemática desde la Ilustración? El planteo se asocia con la génesis de ese producto que no se remonta más allá de la Revolución Francesa: la construcción de las nacionalidades. Conforme hubo que ofrecerles una identidad dominante a las sociedades regidas por grandes aparatos burocráticos, debió inventarse un "nosotros" colectivo que apeló, en la mayoría de los casos, más a los sentimientos que al valor cardinal de la modernidad: la razón.

Hubo distintas acepciones nacionales; todas asociables a los romanticismos decimonónicos: "razas", "espíritus"; "sangre", "tierra", y en términos menos radicales, la lengua. Construcciones míticas con sus respectivos panteones de próceres que debieron revestir cierta verosimilitud con las tradiciones culturales de las sociedades sobre las que se predicaba. No por ello dejaron de ser mitos; o, dicho en términos más acordes con las discusiones de los últimos tiempos, relatos. Hasta fines del siglo XIX, y pese a la conformación de Estados burocráticos más o menos sólidos, las clases dirigentes tuvieron dudas sobre los alcances de la socialización nacionalista. La guerra de 1914 demostró patéticamente su éxito bajo la forma del sujeto correlativo a la nación: el pueblo.

Nuestra construcción nacional tuvo especificidades propias. El pacto nacional se formuló sobre una sociedad imaginada, pero inexistente. No por nada el principal arquitecto institucional del país, Juan Bautista Alberdi, resumió magistralmente al ambicioso proyecto mediante una ecuación sencilla: "Gobernar es poblar". La socialización debió dirigirse, en primer término, a las diversas minorías locales. Y luego -la tarea más compleja- a los hijos de los contingentes migratorios que arribaron masivamente entre 1880 y la Gran Depresión, en 1930.

Incubaba varios riesgos: la falta de anclajes históricos profundos -el Río de la Plata solo cobró relevancia en el sistema colonial durante su ocaso- y de consensos unánimes debido a las inseguridades sobre la consistencia de la obra nacionalizadora de las masas de origen extranjero. Pero la obra estatal, merced a una educación patriótica de vanguardia, la tornó un éxito prodigioso solo eclipsado por el miedo que suscitaron los primeros conflictos modernos en tiempos internacionalmente volátiles como la Paz Armada y la primera posguerra. Estos se articularon con vertientes ideológicas reaccionarias, también procedentes de la Vieja Europa, en procura de una esencia anterior a la inmigración. Los escasos anclajes se tornaron objetos de discordia y eso motivó una nacionalidad traumatizada en la que el enemigo se localizó primordialmente fronteras adentro. No es necesario detenernos en las vicisitudes de esa ruptura entre los 30 y los 60.

Hacia los 70 el carácter faccioso de la nacionalidad cobró una torsión fatídica atizada por el contexto internacional de la Guerra Fría. Luego del Cordobazo, en 1969, fraguó una nueva identificación del "pueblo" y de sus enemigos: la oligarquía, la dictadura militar de Onganía y Lanusse, la burocracia sindical, el establishment empresarial y el imperialismo. Una vertiente de quienes invocaron su representación fueron las organizaciones clandestinas armadas plasmadas en una guerrilla urbana que hasta el retorno de Perón, en 1973, contó con matices de apoyo social. Tampoco nos detendremos en las vicisitudes de la guerra de aparatos de aquellos años ni en su dramático desenlace en 1976 cuando las Fuerzas Armadas, nuevamente desde el poder, se dispusieron a la aniquilación de la "subversión apátrida" en nombre de la Nación.

En el amanecer democrático hubo un consenso breve de condena mayoritaria a los protagonistas de aquel curso extraviado. Sus máximos responsables fueron juzgados y condenados; y luego, incluso indultados. Parecía, por fin, darse una vuelta de página respecto de aquel recuerdo macabro. Pero algunos núcleos marginales seguían reivindicándolo desde distintos ámbitos culturales. Asociaron ingeniosamente su derrota militar con el saldo traumático de la convertibilidad, a fines de 2001. Luego, desde 2003, Kirchner halló en la tibia popularidad de ese enlace una oportuna fuente de legitimidad compensatoria de su debilidad de origen. Tras el conflicto con el campo, en 2008, el relato oficial les sumó a los militares y menemistas la vieja oligarquía, los nuevos "grupos hegemónicos" y las "corporaciones mediáticas". Pero el relato era solo verosímil con las luchas de los 70 en una radicalidad discursiva que, por fortuna, no traspasó las fronteras de la cultura.

Retornemos entonces a la nueva versión explícita del relato kirchnerista. La tarea de "reescribir la historia" denota una disposición muy propia de las religiones laicas de las democracias de masas totalitarias en que, en muchos casos, derivó el nacionalismo romántico del siglo XIX. Pero mucha agua ha corrido bajo el puente desde los avatares de nuestra génesis nacional. Y desde los 60 y los 70 también arribó a estas playas una historia científica superadora del bronce patriótico. Los historiadores profesionales discrepan en las interpretaciones y hasta en los juicios en tanto estos no revistan connotaciones morales, aunque jamás en los hechos.

Las especificidades obvias de nuestra disciplina suponen, entonces, tantas historias como voces e interpelaciones al pasado; y nadie puede imponer, al menos con seriedad académica, una versión definitiva. Es uno de los aspectos más fascinantes de un oficio enriquecido por otras disciplinas hermanas. Pero eso no excluye que haya intelectuales que procuren la reedición de relatos coronadores de la "victoria cultural" del "pueblo" contra sus enemigos. No es fortuito que el profesor González haya descalificado la historia científica como "especie de neoliberalismo inspirado en las academias norteamericanas de estudios culturales".

De vuelta en los 70, las gestas que ahora se pretende reivindicar tuvieron el signo de la intolerancia aspirando a "la revolución" y a un régimen totalitario "popular" encarnado en una elite de iluminados. Sus pretendidos sucedáneos contemporáneos, de modo no fortuito, son los mismos que invocan "victorias populares" definitivas corroboradas por nuevos contratos y nuevos órdenes. Por ahora -solo por ahora- siguen preservando las formas de una apelación retórica de aquellos fantasmas. Pero algo quedó de aquella violencia en la capilaridad cotidiana de "la calle", a la que sugestivamente González apela como fuente de legitimidad política. Conviene no olvidar ese hilo conductor y tomar conciencia de los peligros que estos discursos incuban para una convivencia democrática civilizada.

Historiador, miembro del Club Político Argentino

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