jueves, 12 de marzo de 2020

¿Por qué?








11/03/202


¿Por qué?



 Por  Vicente Massot


No hay registros de un gobierno que, apenas comenzada su gestión y en medio de un verdadero berenjenal de problemas, haya decidido —sin razones atendibles a la vista— pelearse al mismo tiempo con el campo, con buena parte de los integrantes de la judicatura y con la mayoría de las iglesias. Si haber elegido en un momento así a uno solo de los factores de poder señalados —complicado como se halla el país, no solamente de sus fronteras para adentro— hubiera representado una muestra notable de imprudencia política, enfrentar a los tres a la vez parece una decisión propia de atropellados. Semejante estrategia confrontativa podría entenderse si acaso los productores agropecuarios se hubiesen pintado la cara y arremetido contra el kirchnerismo desde el 10 de diciembre pasado. Pero, más allá de sus simpatías o antipatías respecto de la actual administración, desearon establecer una relación de buena vecindad con las autoridades recién instaladas en la Casa Rosada. Tampoco —que se sepa— los jueces y fiscales que cumplen funciones en el ámbito federal o provincial demostraron una actitud beligerante en los noventa días transcurridos a partir de la jura de Alberto Fernández como jefe de estado. Por el contrario, cuanto siempre ha caracterizado —al menos entre nosotros— a los magistrados federales es su deseo de acompañar, sobre todo en los inicios del mandato, a los presidentes de turno. Y ni qué decir tiene que el Vaticano —y, por lógica consecuencia, la Conferencia Episcopal Argentina— antes, durante y después de la campaña electoral que consagró a la fórmula del Frente de Todos, estuvo más cerca del peronismo que del macrismo.

Como se aprecia, hasta el instante en que Balcarce 50 comenzó las hostilidades no se discutían supremacías. Nadie le había planteado una amenaza o lanzado un desafío, ni directo ni indirecto, al gobierno. ¿Por qué entonces escalar de la noche a la mañana un conflicto innecesario? Si las razones objetivas no aparecen por ningún lado, se hace menester bucear —hasta donde ello resulte posible— en los motivos subjetivos. Dicho de manera distinta: en atención a que sólo en parte resulta creíble que por U$ 400 MM se compre el Poder Ejecutivo tamaño pleito; que lo mismo haga por unos regímenes jubilatorios que, en términos fiscales, representan poco y nada; y que, además, se enemiste con los mortales de sotana para cumplir con una promesa adelantada a sus votantes, es imprescindible buscar los motivos de la pelea, no en las explicaciones públicas de Alberto Fernández y su equipo sino en aquello que no ventilan en público.

Hay, de entrada, una presunción que dificulta el análisis: creer que existen diferencias de fondo entre los dos Fernández. Si se considera que la viuda de Kirchner es una suerte de talibán que quiere llevarse el mundo por delante mientras su compañero de fórmula se asemeja a un moderado que trata de hacer equilibrio y dejar conformes a las distintas facciones que le dieron el triunfo en las urnas; si aquélla, en el imaginario colectivo, resulta la mala de la película y éste, en cambio, hace las veces del bueno; y, por fin, si la Señora funge de abanderada del maximalismo ideológico e, inversamente, el dueño del sillón de Rivadavia viene a representar el papel de abanderado del minimalismo, el ánimo guerrero de la Casa Rosada carece de explicación. Las cosas cambian de color si —en lugar de buscar rivalidades entre los dos Fernández donde no las hay y diferencias de bulto donde no existen— miramos el asunto desde un ángulo diferente.

Salvo que alguien suponga que el presidente es un simple valido dispuesto a seguir al pie de la letra las instrucciones llegadas del Instituto Patria, las decisiones tomadas en estos primeros tres meses de mandato respecto de Venezuela, Evo Morales, Lacalle Pou, la situación de Milagro Sala, la designación de Sabina Frederic, y tantas otras por el estilo —que podrían señalarse sin inventar nada— fueron obra de Alberto Fernández. La renuencia a calificar de dictadura al régimen encabezado por Nicolás Maduro; la defensa enfática de la transparencia y legitimidad del ex–presidente boliviano, con prescindencia de los informes de la OEA; la excusa levantada para no asistir a la reciente asunción de su par uruguayo; la consideración de la jefa del movimiento insurreccional jujeño Tupac Amarú como una víctima del lawfare y la confianza depositada en una reconocida intelectual de izquierda para hacerse cargo de los asuntos atinentes a la seguridad pública, trasparentan un estilo de pensamiento inequívoco. Que guste o disguste es asunto que no corresponde a este análisis. Cuanto importa es el hecho de que —sin falla de matiz— hay toda una serie de posiciones adoptadas por el presidente de la Nación cuya orientación ideológica es la misma.

De nada vale traer a comento que sus orígenes se remontan a la militancia en el Partido Nacionalista Constitucional, junto al hoy diputado Alberto Asseff; o su posterior paso por el menemismo, el cavallismo, el duhaldismo, el kirchnerismo y hasta el anticristinismo.
Alberto Fernández ha sabido ubicarse a lo largo de su extensa carrera política en diferentes lugares, de mayor o menor calado según los casos. Pero sólo en dos ocasiones ha tenido un peso político relevante: como jefe de gabinete —en vida de Néstor Kirchner— y ahora, en calidad de presidente de la República.

Basta pasar revista a lo que hizo cuando acompañó al santacruceño y a su mujer desde 2003 hasta 2009 y compararlo con lo que lleva hecho en estos meses para caer en la cuenta de que no ha cambiado prácticamente en nada. La ex–presidente no le ha ordenado desenvolver un libreto extremista al hombre que eligió como candidato del frente que ella acaudilla. La hoja de ruta la escogió Alberto Fernández. Si se entiende este aspecto de la cuestión, queda despejada la dificultad inicial a la que antes hicimos referencia. Subsiste la pregunta: ¿por qué el hostigamiento al campo, la judicatura y la Iglesia Católica?

Por de pronto, hay una evidente subestimación de parte de la Casa Rosada del poder que puedan ejercer, en caso de que reaccionasen, los adversarios a los que se les ha mojado la oreja. Sería insensato imaginar que si el Poder Ejecutivo los creyese fuertes obraría de esta forma. El paro dispuesto por las principales organizaciones del sector agropecuario —la Sociedad Rural, Confederaciones Rurales y Coninagro; la Federación Agraria dio libertad de acción— si bien supone un desafío abierto nunca va a escalar hasta el desabastecimiento. Poner al campo en la vereda de enfrente, cuando arrecian las dificultades económicas y sociales, puede sonarle descabellado sólo a quien pierda de vista la lógica kirchnerista.

Alberto Fernández gobierna básicamente pensando en sus propias tribus electorales. La oligarquía ganadera es para él algo más que un slogan en estos momentos. No es un “socio estratégico” como expresó para engañar incautos ni tampoco un enemigo al que habría que desplumar con base en una reforma agraria. Ni lo uno ni lo otro. El gobierno necesita dólares y —en su afán de conseguirlos— el campo es la presa codiciada. Ante sus bases el kirchnerismo adopta una postura de mano dura con uno de los sectores que “más tiene” y que debe pagar, sin que sus protestas —a las que la propaganda oficial podrá tildar de poco solidarias o golpistas, llegado el caso— le hagan demasiadas cosquillas.

El argumento de la exhuberancia de los sueldos de la Justicia lo ha comprado casi todo el arco político y social de la Argentina. Nadie se atreve a levantar su voz en favor de los jueces y de los fiscales que —para colmo de males— no acreditan una buena imagen. Mejor oportunidad para desembarazarse de magistrados indeseables, de acuerdo a la óptica del gobierno —pretextando defender un principio de equidad social— no podría existir. Por lo tanto, golpear donde más le duele a aquéllos, sin que puedan generar una contraofensiva exitosa, parecía obligatorio. El dominio de las dos cámaras del Congreso Nacional unido al peso de la opinión pública parecen asegurarle un triunfo en toda la línea a la Casa Rosada. El premio al que aspira es para relamerse: colonizar ese poder con gente amiga.

Por último —pero no por ello menos importante— el conflicto con los curas y evangelistas; o si se prefiere, con medio país que está en contra del aborto. Bien mirada, la jugada gubernamental se explica en virtud de la lógica de la confrontación en un contexto en el que conviene, por un lado, distraer al país lanzando a la palestra temas capaces de generar discusiones de altísimo voltaje sin mayores consecuencias ulteriores y, por el otro, asegurarse el respaldo de todas las tribus progresistas —la otra parte de la sociedad. El Vaticano no tiene mayor poder de fuego y los celestes, más allá de manifestarse en las calles, están huérfanos de estrategias alternativas de peso. Eso, cuando menos, es lo que piensan tanto Alberto Fernández como la vicepresidente.

¿Y si el campo, luego de agotar todos los instrumentos a su alcance, decidiese cortar los rutas y de resultas de ello la violencia se colase en el conflicto? ¿Y si los jueces generasen una respuesta corporativa con base en sus sentencias y la reforma quedase en la nada? ¿Y si el proyecto de ley del aborto naufragase de nuevo en la cámara de senadores? La flota inglesa —conforme a la ecuación estratégica de la Junta Militar en 1982— no vendría. Cuando lo hizo, no había un plan B para poner en práctica.

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