15 de marzo de 2020 • 01:15
Comer, rezar y amar, receta para la cuarentena
LA NACION
A ver, señores, señoras, chicos y chicas, aprendamos en forma urgente, ya mismo, a organizarnos. No a organizar la guerra contra este virus de origen chino y pasaporte diplomático, porque no sabemos nada, no somos infectólogos, ni sanitaristas, ni chinos. Sí somos bastante italianos, pero en este caso no sé si aplica.
Tenemos que aprender a organizar nuestro tiempo libre y nuestro encierro. El desafío de la hora es ese: administrar con sabiduría la prisión domiciliaria que estamos empezando a vivir y que podría agudizarse y prolongarse vaya a saber cuánto. Aprender a manejarnos en esta coyuntura ha pasado a ser un tema de salud pública: o lo hacemos bien o podemos enloquecer. Y enloquecer a los demás. Sospecho que se está multiplicando el número de infectados: gente que viraliza su paranoia (o su hiperresponsabilidad, no sé) o que convierte sus horas en blanco en un arma de destrucción masiva. De hecho, creo que me puse a escribir esta nota hoy, un sábado espantosamente lluvioso, porque en mi casa ya están hartos de que les cuente, una y otra vez, los breaking news de la pandemia.
Van cinco reflexiones, cinco sugerencias, que también tienen algo de alerta y de reclamo.
Qué tal si aflojamos con las redes. ¡Y yo soy un ávido consumidor de redes! Digo, es lógico que la combinación de coronavirus, que es un temón, y tiempo libre movilicen nuestras neuronas y nuestra sociabilidad. Es normal que por estas horas aumente el tráfico, que contemos novedades sobre el Covid-19, que nos demos consejos y compartamos experiencias. Que mandemos chistes (me gustó ese del tipo que fue descubierto por su mujer cuando estaba con una cuarentona, y él adujo que había leído mal el protocolo). Todo bien. Pero a la intensidad que se está viendo en los chats le faltan centímetros para convertirse en patológica. Un amigo lo resumió con una expresión que, creo, sacó de Don Quijote: "Cuánta gente al pedo". Por ejemplo, no nos veamos obligados a reenviar todo lo que recibimos. Seamos selectivos. Hay videítos, como el del chico que está haciendo un control sanitario en Ezeiza y se le cuelan todos porque él solo le presta atención a su telefonito, que ya me llegó 10 veces.
En línea con lo anterior, si la cosa se complica y nos vemos obligados a quedarnos en casa, como en realidad ya está pasando por la suspensión de tantas y tantas actividades, enfrentamos un riesgo: la desconexión física con el mundo exterior puede llevarnos a una hiperconectividad digital. Me lo dijo recién un amigo que, por haber hecho la semana pasada una escala aérea en Madrid, está en cuarentena (cuarentena: él sí leyó bien el protocolo): "Llevo siete días encerrado y me paso horas frente a las pantallas, saltando de un sitio en otro, buscando noticias de todo el mundo y chateando como nunca lo había hecho. El coronavirus me está robando los días".
Increíble, pero también tendremos que aprender a estar en casa. Hago hablar otra vez a mi amigo: "Esto es como que todos los días son domingos. ¡Y no son domingos! Te levantás más tarde, porque no vas a trabajar, y con las horas se te va mezclando todo: laburo, familia, televisión, teléfono, descanso, comidas. Todo bajo el mismo techo y simultáneamente. Se complica.".
Para los que amamos el deporte, el que se practica y el que se ve por televisión, este parate es un factor de riesgo extraordinario. Y también una oportunidad. Suspendida la Champions, suspendidos los torneos de tenis de Indian Wells y de Miami, suspendido el campeonato de golf The Players (llamado "el quinto grande") cuando ya había empezado, ¡suspendido nada menos que el Masters de Augusta!, suspendido el rugby, cerrados los clubes. Es una pesadilla espantosa, un escenario tétrico. ¿Hay vida sin deportes? En un chat, alguien dijo (no me sacan el nombre ni con una pistola en la cabeza): "Y bueno, no tendré más remedios que ver películas y series con mi mujer". Obviamente, hay vida sin deportes. Pero es otra calidad de vida. Desde el punto de vista afectivo, cualquier terapeuta y cualquier persona con sentido común dirá que es una buena oportunidad para darle más y mejor tiempo a la familia. Y a los libros. Y a la gym. Cosa de irse a la cama bien cansados, porque a la mañana siguiente sigue el drama: otro día sin deportes.
¿Vieron la película Comer, rezar, amar, con Julia Roberts (ningún parentesco, que yo sepa). Es la historia de una mujer, periodista y escritora, que decide dejar todo y emprender un largo viaje en busca de esos tres sueños que siempre había tenido: paladear manjares, reconectarse con su espiritualidad, encontrar el amor de su vida. También en casa, sin sacar los pies a la vereda, se puede comer, rezar y amar. No está contraindicado en ningún manual del coronavirus, y acaso esta vida que asoma, tan restrictiva, nos resulte mucho más llevadera.
Por: Carlos M. Reymundo Roberts
A ver, señores, señoras, chicos y chicas, aprendamos en forma urgente, ya mismo, a organizarnos. No a organizar la guerra contra este virus de origen chino y pasaporte diplomático, porque no sabemos nada, no somos infectólogos, ni sanitaristas, ni chinos. Sí somos bastante italianos, pero en este caso no sé si aplica.
Tenemos que aprender a organizar nuestro tiempo libre y nuestro encierro. El desafío de la hora es ese: administrar con sabiduría la prisión domiciliaria que estamos empezando a vivir y que podría agudizarse y prolongarse vaya a saber cuánto. Aprender a manejarnos en esta coyuntura ha pasado a ser un tema de salud pública: o lo hacemos bien o podemos enloquecer. Y enloquecer a los demás. Sospecho que se está multiplicando el número de infectados: gente que viraliza su paranoia (o su hiperresponsabilidad, no sé) o que convierte sus horas en blanco en un arma de destrucción masiva. De hecho, creo que me puse a escribir esta nota hoy, un sábado espantosamente lluvioso, porque en mi casa ya están hartos de que les cuente, una y otra vez, los breaking news de la pandemia.
Van cinco reflexiones, cinco sugerencias, que también tienen algo de alerta y de reclamo.
Qué tal si aflojamos con las redes. ¡Y yo soy un ávido consumidor de redes! Digo, es lógico que la combinación de coronavirus, que es un temón, y tiempo libre movilicen nuestras neuronas y nuestra sociabilidad. Es normal que por estas horas aumente el tráfico, que contemos novedades sobre el Covid-19, que nos demos consejos y compartamos experiencias. Que mandemos chistes (me gustó ese del tipo que fue descubierto por su mujer cuando estaba con una cuarentona, y él adujo que había leído mal el protocolo). Todo bien. Pero a la intensidad que se está viendo en los chats le faltan centímetros para convertirse en patológica. Un amigo lo resumió con una expresión que, creo, sacó de Don Quijote: "Cuánta gente al pedo". Por ejemplo, no nos veamos obligados a reenviar todo lo que recibimos. Seamos selectivos. Hay videítos, como el del chico que está haciendo un control sanitario en Ezeiza y se le cuelan todos porque él solo le presta atención a su telefonito, que ya me llegó 10 veces.
En línea con lo anterior, si la cosa se complica y nos vemos obligados a quedarnos en casa, como en realidad ya está pasando por la suspensión de tantas y tantas actividades, enfrentamos un riesgo: la desconexión física con el mundo exterior puede llevarnos a una hiperconectividad digital. Me lo dijo recién un amigo que, por haber hecho la semana pasada una escala aérea en Madrid, está en cuarentena (cuarentena: él sí leyó bien el protocolo): "Llevo siete días encerrado y me paso horas frente a las pantallas, saltando de un sitio en otro, buscando noticias de todo el mundo y chateando como nunca lo había hecho. El coronavirus me está robando los días".
Increíble, pero también tendremos que aprender a estar en casa. Hago hablar otra vez a mi amigo: "Esto es como que todos los días son domingos. ¡Y no son domingos! Te levantás más tarde, porque no vas a trabajar, y con las horas se te va mezclando todo: laburo, familia, televisión, teléfono, descanso, comidas. Todo bajo el mismo techo y simultáneamente. Se complica.".
Para los que amamos el deporte, el que se practica y el que se ve por televisión, este parate es un factor de riesgo extraordinario. Y también una oportunidad. Suspendida la Champions, suspendidos los torneos de tenis de Indian Wells y de Miami, suspendido el campeonato de golf The Players (llamado "el quinto grande") cuando ya había empezado, ¡suspendido nada menos que el Masters de Augusta!, suspendido el rugby, cerrados los clubes. Es una pesadilla espantosa, un escenario tétrico. ¿Hay vida sin deportes? En un chat, alguien dijo (no me sacan el nombre ni con una pistola en la cabeza): "Y bueno, no tendré más remedios que ver películas y series con mi mujer". Obviamente, hay vida sin deportes. Pero es otra calidad de vida. Desde el punto de vista afectivo, cualquier terapeuta y cualquier persona con sentido común dirá que es una buena oportunidad para darle más y mejor tiempo a la familia. Y a los libros. Y a la gym. Cosa de irse a la cama bien cansados, porque a la mañana siguiente sigue el drama: otro día sin deportes.
¿Vieron la película Comer, rezar, amar, con Julia Roberts (ningún parentesco, que yo sepa). Es la historia de una mujer, periodista y escritora, que decide dejar todo y emprender un largo viaje en busca de esos tres sueños que siempre había tenido: paladear manjares, reconectarse con su espiritualidad, encontrar el amor de su vida. También en casa, sin sacar los pies a la vereda, se puede comer, rezar y amar. No está contraindicado en ningún manual del coronavirus, y acaso esta vida que asoma, tan restrictiva, nos resulte mucho más llevadera.
Por: Carlos M. Reymundo Roberts
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