jueves, 19 de marzo de 2020

La crisis, ¿una oportunidad?








19/03/2020


La crisis, ¿una oportunidad?


 Por   Vicente  Massot


Si la herencia que recibió Alberto Fernández dejaba mucho que desear, y buena parte de las dificultades con las que debía enfrentarse no tenían solución en el corto plazo, el coronavirus ha agravado la situación argentina hasta límites indecibles. Más allá de si el actual contexto internacional supone o no una oportunidad —como alguno defiende— en punto a la negociación de la deuda externa para que el gobierno saque provecho, lo cierto es que la caída de la actividad se incrementará en virtud de la brutal desaceleración de la economía mundial; el índice de precios recuperará su tendencia alcista como producto de la necesidad perentoria de financiar, con emisión monetaria, un gasto público creciente; el nivel de empleo difícilmente mejore en atención a la parálisis del aparato productivo; la recaudación impositiva, cuya deriva es muy inferior al índice de inflación, profundizará esa tendencia; disminuirá, además, el precio de los commodities; los dólares se volverán más escasos y, por ende, los topes a los cuales han llegado entre nosotros la pobreza y la indigencia posiblemente se vean superados al momento en que se conozca el resultado de las mediciones en curso.

El anterior no es un muestrario de calamidades inventadas ni el cálculo catastrofista de un opositor acérrimo de la administración kirchnerista. Es una enumeración realista con base en la debacle que ha causado en la economía planetaria un virus que ha hecho las veces de cisne negro. Si la disminución del PBI global, según algunas estimaciones, orillará 2,5 % este año, no hay que ser demasiado avisado en la materia para darse cuenta qué tanto vamos a sufrir en estas playas los efectos de tamaña contracción. Por buenos que resulten los deseosos de las gentes piadosas, sentidas las oraciones del Papa, abundante la liquidez que se le insufle a los mercados, y por sincero que parezca el optimismo de quienes sostienen aquello que el genial Alberto Olmedo recordaba en sus apariciones televisivas —“Siempre que llovió, paró”— nada evitará los males sociales que deberemos padecer.

Bien está que el presidente de la Nación haya convocado al jefe de la ciudad autónoma de Buenos Aires para formar parte de la mesa en la que hizo en la noche del domingo los anuncios —a esta altura del partido, de público conocimiento. Hubiese sido el colmo de la imprudencia y del sectarismo haber convocado al gobernador bonaerense y dejado afuera al político de mayor peso del arco opositor. Por suerte primó la sensatez, y la impresión que dio el gobierno fue de unidad nacional. Ponerse de acuerdo respecto de qué hacer con las clases, los colegios, los cines, los partidos de fútbol, los actos en lugares cerrados, las fronteras y la cuarentena era algo necesario que, a priori, no podía darse por descontado en una sociedad tan afecta a cruzar agravios y generar desencuentros. Pues bien, nadie ha desentonado o se ha hecho a un costado. Todos —atenazados por el miedo y a la vez conscientes de la gravedad del caso— han obrado de consuno, dando el ejemplo. Enhorabuena. …Sólo que este grado de sensatez y de sacrificio colectivos —elogiable por donde se lo mire— no alcanza.

Cuanto se avizora en el horizonte político es un escenario que, si el gobierno errase en el diagnóstico, podría tener consecuencias devastadoras para el país. Hubo un reportaje la semana pasada que —a excepción del columnista económico de Clarín, Alcadio Oña— no generó comentarios de ningún tipo. Alberto Fernández, preguntado que fue acerca del tema de la deuda, se permitió responder en estos términos: “El mundo se confabula para hacer más difícil nuestra salida”. Creer que existe una suerte de complot de los mercados —o de quien fuese—, pensado y desenvuelto a expensas de la Argentina, no resiste el menor análisis. Imaginar la presencia de una fantasmagórica sinarquía digitando los hilos de la política y de las finanzas mundiales con el propósito de perjudicarnos resulta entre cómico y absurdo.

Si una confesión por el estilo le hubiese sido atribuida a Raúl Alfonsín o a Mauricio Macri habría derecho a considerarla —al menos, en principio— falsa. Básicamente, porque el conspiracionismo como método de análisis siempre le fue ajeno a los radicales y a las tribus del Pro. Pero el peronismo, en cambio, ha sido muy afecto a explicar el derrotero del país trayendo a comento conjuras secretas. Por eso, si bien Alberto Fernández pudo irse de boca o exagerar a propósito, también es posible que crea a pie firme lo que dijo. En ese caso, nuestros problemas serian mayores.

En medio de la crisis económica mundial más seria desde la ocurrida en el año 1929 —y que aun no sabemos dónde ni cuándo terminará— en nuestro país gobierna, por primera vez en su historia, un populismo sin plata. Cualquier análisis que se haga de este momento debe partir de esos dos datos objetivos y, al mismo tiempo, decisivos. Bien miradas las cosas, el escenario actual es exactamente el opuesto al que encontró Néstor Kirchner en 2003, con la particularidad de que mientras el país sufrió —desde Caseros en adelante— diversas catástrofes —la generada por la deuda durante la presidencia de Juárez Celman, la de 1929, la hiperinflación de 1989 y el default del 2001, entre otras— y, por lo tanto, hay una experiencia acumulada al respecto, no existen registros de la implementación de un plan de carácter populista en medio de tal conmoción de los mercados y con las arcas fiscales vacías. Es un case study interesantísimo para cualquier historiador, pero un escenario peligroso para cualquier gobierno.

Cuando todo el mundo tiene puesta su atención en la forma como evoluciona la pandemia de coronavirus y las preocupaciones aumentan a medida que se multiplican los casos, poner de relieve las penas que nos esperan en términos sociales y económicos puede parecer fuera de lugar. Sin embargo es imposible separar, como si fuesen compartimentos estancos, la pandemia de la política. Sería improcedente hacer especulaciones respecto de si otra administración, que no fuera la kirchnerista, habría manejado la crisis de manera más eficiente. Pero no lo es puntualizar que —al margen del buen manejo que hasta el momento ha demostrado el gobierno frente a un brote inesperado— la debacle que ha llevado el riesgo país por encima de los 3600 puntos básicos, el derrumbe de las acciones y bonos argentinos, y la posibilidad de que la recesión se transforme en un fenómeno planetario, plantean un panorama negro. Más que nunca, se hace menester un plan de acción con el cual obrar en un escenario inédito y —por lógica consecuencia— desconocido.

La tentación, en punto a las negociaciones con los acreedores, de tensar la cuerda más allá de lo que resiste —que es una idea que anida en más de una cabeza del oficialismo— supone jugar a la ruleta rusa. La Argentina no está en condiciones de salirse con la suya a fuerza de reivindicar una posición de máxima, abrazarse a la misma como la única opción y negarse a retroceder un paso frente a los bonistas y el FMI. Todos los que intervienen en el asunto de
la deuda soberana saben que, con la depreciación de los bonos en cuestión, los fondos buitres se hallan a la vuelta de la esquina. Y que, en su estrategia de mediano plazo, sentarse a una mesa para discutir condiciones de pago con Martín Guzmán es impensable. Su modo de acción es tan conocido como ha sido exitoso: llevar el litigio a sede judicial norteamericana y esperar sentados una sentencia que les será, sin duda, favorable.

Si la crisis es una oportunidad, hay que alejar de la administración de la cosa pública a las mentes calenturientas y a los ideólogos que juegan con fósforos en la puerta del arsenal.

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