06/05/2020
Una oportunidad perdida
(Imagen: San Carlos Borromeo dando la Sagrada
Comunión a enfermos de la peste)
Respecto al vigente régimen restrictivo para la dispensación de los sacramentos y a la actitud que al respecto han tomado los obispos y, por lo tanto, los sacerdotes que les deben obediencia, ¿tenemos conciencia de la oportunidad inmejorable que ha perdido la Iglesia católica?
De más está decir que no nos interesa disminuir la gravedad de esta situación ni ignorar las lógicas medidas de prudencia frente a ella.
Lo que sí nos interesa resaltar es que era el momento perfecto para tratar de revertir EN TODO EL MUNDO la imagen espantosa que desde principios de este siglo XXI ha dejado el ministerio sacerdotal debido a los abusos pederastas y homosexuales. Era el momento para que nuestros sacerdotes demostraran que están hechos de la fibra de los valientes, de los que “se juegan” por su fe en ofrecimiento por Cristo y sus hermanos. Era un momento único. Era el momento perfecto para poner en acción aquellos lemas, tan publicitados en este último tiempo, arrojados a la conciencia de los católicos tales como lo de una “Iglesia en salida”, “la Iglesia de pobres para los pobres”, la “Iglesia de las periferias” o “Iglesia, hospital de campaña”. ¡Qué oportunidad, Dios mío! ¡Qué momento privilegiado!
¿Y con qué nos encontramos? En vez de ver en las primeras planas de todos los noticieros y portales de internet la admiración por el sacrificio de sacerdotes y obispos en aras de su misión fundamental de orden sobrenatural (salvo raras excepciones, que, por cierto, existen y valoramos), ¡pues no! No solo no se ha dado eso mayoritariamente. No solo se han tenido que reservar los aplausos para anónimos agentes de la salud profesional o de la seguridad que han arriesgado sus vidas por desconocidos, sino que hemos asistido atónitos a la autorreclusión de la mayoría de los obispos del mundo (son más de 5.000) y, por lo tanto, a la mayoría de los sacerdotes sujetos a su obediencia.
No desconocemos que la Iglesia ha tomado también medidas extraordinarias en antiguos tiempos de pestilencias. Pero era manifiesta la voluntad por parte de los clérigos de no dejar sin sacramentos a su grey, y mucho menos abandonarlos en su última agonía.
Por lo tanto, si hay algo que nos ha confirmado esta providencial situación es que la mayoría de nuestros obispos y sacerdotes parece desestimar la superioridad esencial de la vida espiritual sobre la corporal. Han puesto entre paréntesis todo lo que hace que un sacerdote (o sea, un “dador, dispensador de lo sagrado”) sea digno de tal nombre. El coraje, la parresía, la falta de cálculo en la defensa de la fe y en la asistencia de su grey brillan por su ausencia. Como en ese extraordinario pasaje evangélico de san Mateo (14, 28-31) (verdadera alegoría de lo que ha pasado muchas veces en la historia con la Iglesia y con cada uno de nosotros) –donde Pedro al ir hacia Cristo caminando sobre el agua, comienza a hundirse, temeroso por la fuerza del viento– volvemos a escuchar el dulce y a la vez certero reproche de Cristo a Simón: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. Un reproche que podemos hacer extensivo sin duda a la mayoría de los obispos católicos de nuestro tiempo.
Y no es casual. ¿Acaso se podía esperar otra actitud después de décadas de impiedad y desacralización litúrgica, de doctrinas heréticas difundidas por todo el orbe católico y de relajamiento en la formación moral, todo esto muchas veces fomentado y alentado por aquellos que precisamente debían evitarlo? Y sumemos a eso la terrible plaga de la homosexualidad que campea en muchos seminarios católicos y en parroquias de todo el mundo, que parece haber hecho estragos no solo en los cuerpos sino también y principalmente en las almas. Todo esto sumado ha resultado, de algún modo, en el afeminamiento de la “mentis católica”. Y como les pasa a las personas de condición homosexual, POR ESO TAMPOCO DAN FRUTO. Son estériles en sus obras. En el mejor de los casos, son meros operadores del desarrollo social (prescindibles y potencialmente reemplazables por cualquier otro). En el peor, son agentes del resentimiento revolucionario.
La actitud de nuestros obispos (con excepciones, como ya señalamos) en esta encrucijada, agrega al sacerdocio católico una nueva mancha infame e infamante que ha sido extendida mundialmente por la cobardía de quienes tienen que ser los líderes en la batalla y, especialmente, por su general en jefe quien, para mofa e irrisión del mundo que lo observa, un día dice una cosa y al siguiente lo contrario, sumándose al desconcierto generalizado. La actitud de la jerarquía católica contradice no solo aquellos lemas publicitados sino también aquello que se ha predicado tantas veces sobre que hoy no se necesita tanto de maestros sino de testigos (Juan Pablo II).
Con unos cuantos años encima y algo de memoria podrían haber recordado que el “revival” católico en la puritana y calvinista Nación del Norte que se produjo en la posguerra fue debido no solo a la presencia de brillantes figuras como monseñor Fulton Sheen sino, en gran parte, al protagonismo y ofrecimiento sacrificial de los capellanes militares (sacerdotes todos ellos) en los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial y en los arrozales y montañas de Corea. En cuanta oportunidad tuvieron, no dudaron en desafiar el fuego enemigo (por cierto, tanto o más letal que un virus) no solo para que los soldados norteamericanos recibieran el consuelo de la Santa Religión en sus últimos momentos, sino, incluso, para rescatarlos detrás de las líneas enemigas. Emil Kapaun (1916-1951), muerto en un campo de prisioneros en Corea, condecorado con la máxima distinción de las FF.AA. de EE.UU. y en proceso de beatificación, es uno de los cientos de ejemplos que podríamos citar. Fue esa notable y valiente actuación en esos dos conflictos bélicos la que hizo que muchos norteamericanos comenzaran a mirar menos desdeñosamente a los católicos en esa nación. Y si nos apuran, eso también explica en parte que hasta el mismo Hollywood pusiera dólares para financiar películas cristianas (“Ben-Hur”, “El manto sagrado”, p.ej.) allá por fines de la década de los años ’50 y principios de los ’60.
Pero todo esto quizás sea mucho pedir para la situación actual de nuestros seminarios y centros de formación. El afeminamiento del sacerdocio católico –salvo honrosas excepciones– se nota tanto en el aspecto general, como en la meliflua forma de hablar, en los ademanes, pero especialmente en las predicaciones edulcoradas, amilbaradas, que disuelven el fuego del mensaje evangélico como agua en azúcar (y ya vimos cuán rápidos se adelantan a negar que estos acontecimientos tengan algo que ver con algún tipo de castigo divino, ¡no vaya a ser que así sea!).
Una oportunidad perdida por culpa de estos obispos felones, muchos de los cuales ni siquiera disimulan su sometimiento al poder temporal, el mismo que en tantas naciones, otrora católicas, nos humilla a los católicos con leyes anticristianas y con la difusión de cuanta asquerosidad y depravación moral exista. Y mientras muestran su pleitesía al Poder Mundial, (y a las propias autoridades ateas de sus gobiernos facilitando las iglesias –que niegan para el culto público– para que sirvan de vacunatorios u “hospitales de campaña”) no dicen ni mú sobre las recomendaciones que se están dando en todos lados sobre cómo autosatisfacernos sexualmente en nuestras casas, o sobre las prioridades que esas autoridades consideran esenciales para que los abortorios y dispensarios de anticonceptivos sigan funcionando. Pastores que se apacientan a sí mismos como denuncian las Sagradas Escrituras y que nos abandonan a los lobos. “Por mi vida, dice Yahvé, el Señor, que por cuanto mi grey ha sido depredada, y mis ovejas han sido presa de todas las fieras del campo, por falta de pastor; pues mis pastores no cuidaban de mis ovejas, sino que los pastores se apacentaban a sí mismos y no apacentaban a mi grey…” (Ez 34, 8).
Augusto del Río
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