miércoles, 13 de mayo de 2020

Entre miedos y negociaciones








13/05/2020




Entre miedos y negociaciones



Por  Vicente Massot


Hay decisiones de esta administración que no se entienden bien. ¿Qué necesidad tenía el gobierno —desde que asumió sus funciones en diciembre— de pagar U$ 3000 MM en concepto de deuda externa si sabía de antemano que no podría honrarla en su conjunto y, por lo tanto, debería renegociarla en su totalidad en el curso del primer semestre de 2020? ¿Por qué razón se autoimpuso como límite el 8 de mayo para la aceptación o no de la oferta argentina por parte de los tenedores de bonos con jurisdicción Nueva York si era obvio que, cuando venciese ese plazo, sería extendido hasta el 22 del mismo mes? Finalmente, ¿cuál fue el motivo que impulsó a Alberto Fernández y a su ministro de Economía a asumir la pose de compadritos un mes atrás y repetir la cantinela condensada en el tómenla o déjenla si cualquiera sabía que, en el caso de no ser aceptada, Guzmán y su equipo estarían dispuestos a hacerle modificaciones con el propósito de evitar el default? Nadie que no sea un necio o un irresponsable quemaría las naves antes de tiempo y desperdiciaría —sólo por capricho— dos semanas enteras.

El viernes pasado ocurrió algo que estaba cantado. Hasta un operador junior de la cueva más insignificante de la City porteña conocía el resultado. La respuesta de los bonistas privados fue contundente. Menos de un 13 % aceptó la propuesta y ello obligó a la Casa Rosada a anunciar que las negociaciones seguían en pie. Es de creer que la modificación de las tasas de interés, la reducción del capital, los períodos de gracia y la extensión de los vencimientos son todos aspectos a los cuales ahora se les dará una nueva vuelta de tuerca. En este contexto debe entenderse cuanto expresó Martín Guzmán, luego de la última conferencia de prensa presidencial en Olivos, acerca de la importancia de ser “flexible”. No está escrito en ningún lado cómo terminará el tema. En teoría, tal cual lo expresó Alberto Fernández, nadie desea el default. Pero las teorías sirven de poco en estos casos. Hacen las veces de
expresiones de deseos.

En la práctica, los que deciden nada tienen que ver con los premios Nobel y los economistas internacionales de fuste que firmaron una solicitada en respaldo de la posición argentina. Tampoco con los capitostes de la CGT, la UIA, los gobernadores e intendentes que, a nivel de cabotaje, hicieron otro tanto. Jeffrey Sachs y Joseph Stiglitz, Juan Schiaretti y Axel Kicillof, Juan Zavaleta y Jorge Macri, Eduardo Acevedo y Armando Cavalieri en esto no mueven el amperímetro. No es que no le puedan meter miedo a Black Rock, Templeton, Greylock, Fidelity y Pimco. Ni siquiera están en condiciones de hacerles cosquillas. Sólo en un país donde aún se considera que el “Vayamos todos juntos, que juntos somos más” es un instrumento de presión, resulta posible entender la seguidilla de adhesiones a la oferta
del gobierno. Es una forma de perder el tiempo que —eso sí— luce bien y le permite a los bienpensantes explicar que existe la unidad nacional.

Es de hacer notar que, en el supuesto de que el día 22 no hubiese entre las partes un concierto de pareceres coincidentes pero existiese de uno y otro lado de la mesa de negociaciones la intención de fumar la pipa de la paz, la Argentina podría solicitar —honrando un vencimiento de U$ 503 MM— lo que en la jerga financiera se denomina un standstill —esto es, una suspensión de pagos— por espacio de seis meses. Por supuesto que ello implicaría una ardua disputa, de puertas para adentro del gobierno, entre los sectores más radicalizados y los más moderados en punto al manejo de la deuda y a los límites que no deberían pasarse, aun cuando ello implicase el default. Conviene no olvidar que hay, en el seno de la administración kirchnerista, factores de poder a los que ese peligro no les quita el sueño ni mucho menos.

En realidad el problema más grave que nos acecha no es la cesación de pagos sino la salida de la cuarentena. La situación económica y social sería gravísima si el pronóstico del titular de la cartera de Hacienda fuese creíble: una caída del 6,5 % del PBI este año. En consonancia con semejante dato deberíamos prepararnos para capear de la mejor manera posible una verdadera tempestad. Sin embargo, a esta altura, el vaticinio de Martín Guzmán peca de optimista. En rigor, lo que sobrevendrá es un derrumbe de la economía cercano o superior al 10 %. Por más que el presidente de la Nación se enoje con Alfonso de Prat Gay y descubra inexistentes complots empresariales que desean “torcerle el brazo”, lo cierto es que el aislamiento obligatorio ha obrado —a modo de consecuencia inminente e inevitable— una parálisis del aparato productivo en su conjunto, cuyas consecuencias más graves todavía no son visibles.

No es que el kirchnerismo haya elegido, por pura maldad, un camino que generará esta debacle económica. Para explicar lo que ha sucedido entre nosotros y lo que sucederá resulta indispensable entender el concepto de consecuencias no queridas derivadas de determinadas políticas públicas puestas en ejecución. Al momento en que el gobierno optó por aplicar, como remedio ante la escalada de la pandemia, una cuarentena en extremo estricta, estaba al mismo tiempo —sin que esa fuese su voluntad específica— condenando al país a sufrir una serie de calamidades sin cuento. Para ponerlo a cubierto de la peste —algo que ha hecho muy bien— dejó a la economía a la intemperie, con efectos que están a la vista —la punta del iceberg— y otros que, de manera ineluctable, tendremos que soportar cuando el encierro se levante en forma definitiva. Es fácil sostener la idea de que Alberto Fernández debió ocuparse de ambos frentes a la vez. Pero —seamos justos— resulta difícil llevarlo a la práctica.

Hay dos fenómenos que ponen de manifiesto otros tantos estados de ánimo de la sociedad civil en el estadio actual de una cuarentena que no tiene fecha de vencimiento. El primero es la rebelión fiscal. Si el derrumbe impositivo se hizo notar en marzo y más aún en abril, en mayo llegará a topes inéditos. Una ciudadanía proverbialmente mansa ha decidido no pagar una parte considerable de sus impuestos. Que lo haya hecho por razones de sobrevivencia no le quita nada a la seriedad del asunto. Nunca antes había pasado algo así y menos en un escenario donde el Estado se halla literalmente quebrado.

En cuanto al segundo, resulta una suerte de termómetro. La consultora mendocina Reale Dallatorre —cuya competencia técnica es reconocida— acaba de terminar una encuesta de alcance nacional que deja al descubierto una paridad casi absoluta entre los ciudadanos cuya principal preocupación es el miedo a contagiarse —50,9 % de la muestra— y aquellos que están más inquietos por la situación económica —49,1 %. No se necesita puntualizar que desde el 20 de marzo a la fecha ha habido un crecimiento notable de quienes —sin desentenderse de la peligrosidad de la pandemia— piensan que su futuro depende de la economía.

De cara a las semanas venideras y dando por descontado que el 24 de mayo el encierro social —más allá de algunas flexibilizaciones menores— será extendido hasta mediados de junio, la mayor incógnita se halla centrada en la reacción de la gente. Está claro que Alberto Fernández, Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof tienen terror de lo que pueda pasar si permiten las salidas masivas y habilitan el transporte público en horas pico. Al propio tiempo y malgrado las advertencias de que si recrudecieran los contagios todo volvería a fojas cero, el temor a enfermarse y a las penalidades de las autoridades cada día surten menos efectos. Atemperada la cuarentena, volver atrás con el propósito de reeditarla en su versión pura y dura resultaría imposible.

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