21/05/2020
De vedettes, bonistas y lealtades corporativas.
Por Vicente Massot
Hace más de medio siglo —cuando en la avenida Corrientes nadie dormía y en las noches del Tabarís brillaba Nélida Roca— a alguien se le ocurrió hacer una encuesta acerca de cuál era la vedette por excelencia del pueblo argentino. Contra lo que muchos hubiesen supuesto al podio de los triunfadores se subió la carne. El bife de chorizo ganó por escándalo. Pasados los años y dada la inestabilidad crónica de nuestra economía, si bien las jugosas achuras continúan siendo una de las predilectas de la gente en zaga les va el dólar. Como todos estamos alertados respecto de la insolvencia estructural del peso —y esta convicción viene de lejos— desde el pobre de solemnidad de la villa hasta el operador top del mercado saben por experiencia que es imprescindible hacer precisamente lo opuesto del mandamiento del pobre Lorenzo Sigaut. Quien juega al dólar, gana.
A esta altura, pues, nadie que no fuese un ingenuo le prestaría oído a los pedidos —repetidos hasta el cansancio por Martín Guzmán— sobre la necesidad de ahorrar en la moneda nacional. Antes que él, la misma expresión de deseos se la habíamos escuchado a un sinfín de ministros de Hacienda cuyo destino fue tragarse una pared —la realidad— y dejar a su paso un desastre. Por eso no se requiere ser un psicólogo de barrio para darse cuenta de que enojarse con el dólar, retar a los que atesoran el billete norteamericano, salir a la pesca de los arbolitos de la calle Florida, mandar a los sabuesos de la AFIP a inspeccionar las cuevas de la City y tratar de ponerle candados a quienes se manejan con el MEP o el contado con liqui, sólo transparenta nerviosismo.
Sobre el particular, ninguno de los gobiernos que han debido sobrellevar crisis cambiarias han aprendido algo. Repiten el libreto del enojo y así ponen en evidencia su falta de capacidad y su impotencia. Alberto Fernández —cual se comprenderá— no ha sido la excepción a la regla. Sus colaboradores más estrechos en materia económica, tampoco. Corren detrás de los acontecimientos y creen que es posible tapar el cielo con las manos. Parecen no
entender que el bimonetarismo llegó hace rato para quedarse entre nosotros y que las conspiraciones del mercado sólo existen en su imaginación. En realidad, en la medida que al peso le falta musculatura para convertirse en reserva de valor y en unidad de medida, raspando se saca un cuatro en los exámenes y merece el premio consuelo de cuasimoneda.
La brecha entre el dólar oficial y el blue lo que anticipa es una devaluación de proporciones para licuar por esa vía —la de siempre— el peso de los salarios públicos, los subsidios sociales y las jubilaciones. Es inevitable que ello suceda, aunque por razones entendibles el kirchnerismo no lo reconozca. El ajuste que se recorta en el horizonte va a tener que ejecutarlo este gobierno le guste o no. Si por los motivos que fuere se negase a tomar la decisión, el mercado lo hará de una manera más salvaje. En consecuencia, junto a la negociación con los bonistas y la administración de la pandemia, Alberto Fernández tendrá por delante otra preocupación de bulto: de dónde sacar la plata a los efectos de solventar el gasto público. Aun en el caso de que se logrará salvar con éxito el default, la Argentina no tendrá acceso a los mercados de deuda por espacio de años. Si a ello se le suma que no existe un mercado doméstico de ese tipo, que las reservas del país son menos que escasas y que no hay —a semejanza de los años de bonanza que caracterizaron al dominio político de los Kirchner, entre 2003 y 2015— una ANSES a la cual echar mano o precios extraordinarios de los commodities agropecuarios, ¿cómo hacer para abonar en tiempo y forma a los veintiún millones de personas que perciben algún tipo de ingreso por parte del Estado? De momento, el único instrumento que puede usar la Casa Rosada es la emisión de billetes a como dé lugar. Pero —aun con toda la discrecionalidad gubernamental— ese expediente también tiene un límite. De lo contrario, bastaría imprimir a destajo y los problemas desaparecerían como por arte de magia.
Salta a la vista que —a medida que se prolonga el aislamiento estricto en el AMBA y aún no se percibe, en toda su magnitud, el calado de la crisis post-pandemia— a Alberto Fernández la realidad no le da tregua. A la par que pudo anunciar el INDEC una inflación de 1,5 % —ilusoria en razón de que la fenomenal distorsión de precios, generada por la peste, ha impedido hacer una medición seria— en la vecina república brasileña la caída que se anuncia del PBI en el año en curso orillaría 5 %. Una verdadera pesadilla, no sólo para nuestros vecinos sino para la economía argentina, de ordinario tan dependiente de ese mercado. Para un país necesitado de dólares y con una performance exportadora mediocre, el cierre o la contracción de las economías de nuestros principales compradores es una pésima noticia. La idea de vivir con lo nuestro, que —para ponerlo en términos del tablón— es igual a vivir con lo puesto, no hará otra cosa que no sea acelerar nuestro atraso y descapitalización.
A todo esto, ¿dónde han quedado los tenedores de bonos con jurisdicción extranjera? Que estamos en tiempo de descuento lo sabe cualquiera. Llegados a esta instancia y sin meternos en honduras técnicas sólo discernibles por expertos en la materia, la solución —si es que la hay— resultará política. El rumbo que eligió el gobierno desde un primer momento demostró que no servía para nada. Martín Guzmán es evidente que perdió de vista cuál era —y es aún hoy— la relación de fuerzas existente entre las dos partes de la negociación. Ladrarle a los bonistas e intimarlos a aceptar a libro cerrado la propuesta que se les hizo llegar en su momento denotó una de dos cosas: o una falta de voluntad implícita para honrar los compromisos o, en su defecto, un error de cálculo grosero acerca de las fortalezas propias y de las debilidades ajenas. Quedó en evidencia la semana pasada que, por ese camino, íbamos directo al default. De ahí el singular viraje que a la cuestión le ha dado el gobierno. Pasó, de imponer condiciones como si tuviese en la mano el ancho de espadas y el de bastos juntos, a mostrarse en extremo flexible y aceptar cambios que un mes atrás parecían impensables.
Resulta poco realista imaginar que haya un entendimiento definitivo antes del próximo 22. Es posible pero harto improbable. Al mismo tiempo, habría que descartar que el jueves a la noche se paguen los U$ 500 MM necesarios a los efectos de evitar que al día siguiente nuestro país —una vez más— caiga en default. ¿Que hacer, entonces? Descartado el standstill por Martín Guzmán, los rumores que corren de boca en boca anticipan que las autoridades argentinas depositarían ese monto en calidad de escrow para, de tal forma, continuar las negociaciones gambeteando la tan temida cesación de pagos. También ha ganado espacio otra posibilidad: llegar a un acuerdo de buena voluntad que habilite la continuidad de las conversaciones en marcha, bajo la presunción de que en tal contexto no se dispararían las cláusulas de cross default. Para que un escenario de semejante naturaleza tenga lugar se requiere —como condición sine qua non— que las coincidencias de fondo sean mayores que las disidencias. Como en la escena final de la excelente película de Woody Allen, Match Point, la moneda está en el aire.
Mientras se extendía la cuarentena y se sucedían las reuniones con los bonistas no pasó desapercibido el avance del kirchnerismo a expensas de la Justicia. Hubo cinco episodios que merecen ¿ comentario. Por un lado, los casos en los cuales intervino el Consejo de la Magistratura que involucraron a dos jueces federales de Comodoro Py, Luis Rodríguez y Rodolfo Canicoba Corral. Por el otro, los dictámenes de dos fiscales kirchneristas, Félix Crous y Javier De Luca, que beneficiaron a Cristina Fernández y a Amado Boudou. Se entiende la preocupación unánime de los defensores de las instituciones republicanas y de parte del arco opositor. No era para menos. Menos comprensible resulta, en cambio, la sorpresa que ganó a varios de ellos.
Por de pronto, está claro que la actual vicepresidente se hallara a cubierto de cualquier inclemencia no sólo en virtud de sus fueros —que los tiene— sino también por la dependencia de los magistrados federales respecto del Poder Ejecutivo. Es imposible que sea sentada en el banquillo de los acusados, sometida a juicio, y condenada. Mientras gobierne el Frente de Todos estará a salvo. En este orden de cosas, tanto el director de la Oficina Anticorrupción como el fiscal de la Cámara de Casación Penal son —antes que nada— militantes del grupo Justicia Legítima. Privilegian la ideología al derecho, se trate de Cristina Fernández, de Amado Boudou, de Santiago Maldonado o de narcotraficantes, indistintamente.
En el citado Consejo —excepción hecha de Ricardo Recondo— los jueces que lo integran en general votan corporativamente. La línea que separa a unos de otros no es tanto la ideología como el espíritu de cuerpo. Deciden sus votos más como camaradas que como magistrados. Por último, conviene evitar los razonamientos lineales. Uno de los principales defensores tras bambalinas de Canicoba Corral, fue Daniel Angelici, operador por excelencia de Macri mientras fue presidente.
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