20/12/13
Por Julio Blanck
El Gobierno nacional, los de la Capital y la Provincia, los intendentes, los gobernadores del interior. Todos viven estos días agarrándose el alma a dos manos. Temen, profundamente, que la presunción de saqueos y desmanes de aquí a Navidad termine siendo una profecía autocumplida. En ese escenario tan temido, se disuelve el poder político y tambalean los que gobiernan.
Los celulares arden, no hay horario para el sobresalto.
“¿Cómo estamos?”, es la pregunta más repetida, con una carga de ansiedad que pocos disimulan.
El miedo modifica conductas. Si hasta parecen diluirse las barreras políticas, envueltas estos años en alambre de púas y cargadas de explosivos cazabobos. Y es habitual en estas horas que el hombre fuerte en Seguridad, el secretario Sergio Berni, esté en línea abierta con el gobernador socialista de Santa Fe, Antonio Bonfatti; o con Guillermo Montenegro y Alejandro Granados, ministros de Seguridad de Mauricio Macri y Daniel Scioli.
Todos hablan con todos. Se avisan, se auscultan las angustias, se alertan. Mucho más después del error grosero cometido por el Gobierno nacional en el origen del largo conflicto policial que se disparó desde Córdoba, adonde no mandó a tiempo los gendarmes..
Fue aquella larga noche en la que al jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, lo corrieron con el fantasma de que enviar la Gendarmería a Córdoba, como fue su primer impulso, podía significar la desprotección del Gran Buenos Aires. Y se salió con la suya Carlos Zannini, el secretario Legal que tiene una vieja cuenta con el gobernador cordobés José Manuel De la Sota. En esa larga noche nadie se atrevió a sacar a la Presidenta de su descanso para pedirle que laudara en el diferendo entre sus funcionarios. Córdoba se incendió de violencia y vandalismo. Y atrás casi todo el país.
Desde entonces la política no duerme. Y hace suya, y de ese modo aumenta, la entendible paranoia de mucha gente que ve saqueadores por todas partes.
Puede haber algún grado de alucinación en esos temores. Pero no podría decirse que son del todo irracionales o basados en puras suposiciones. Además, el escenario sobre el que se trabaja es extremadamente volátil.
El humus sobre el que creció esta sombra ominosa es una mezcla de demanda social acumulada; demasiada gente con expectativas cada vez más alejadas de su realidad; pérdida del horizonte de movilidad social ascendente; el delito –y en especial el menudeo del narcotráfico– como actividad económica más rentable que el trabajo o aún el plan asistencial carcomido por la inflación.
La lu z de alarma no se le enciende a los funcionarios de todo rango y jurisdicción por los reclamos que puedan ser impulsados por movimientos sociales, piqueteros –casi todos captados por el Gobierno–, sindicatos o agrupaciones políticas.
“Donde hay organización hay negociación, siempre se encuentra alguien con quien hablar”, explican desde el Gobierno nacional.
Lo que les quita el sueño, literalmente, está en la zona más desestructurada de la sociedad. No la franja más sumergida y pauperizada, sino la que está dispuesta a tomar lo que pretende del modo que sea. Al efecto de esas acciones se le suele llamar inseguridad.
A esas zonas de marginalidad violenta no llega la política, y muchas veces ya ni siquiera llega la Iglesia. Eso las hace ingobernables según los códigos conocidos. Entonces lo que intenta en estos días el Estado, en sus distintos niveles, es aumentar la vigilancia. Desde poner más gendarmes y policías en las calles, o sacar masivamente a los funcionarios municipales a recorrer los barrios del Gran Buenos Aires y detectar cualquier anomalía en una cotidianidad de por sí complicada; hasta montar controles y prevención a través de las redes sociales, con programas informáticos que permitan anticipar la reunión de grupos que puedan iniciar el destrozo y el pillaje.
Porque una vez que empieza la violencia la avalancha puede venir sola. Así se vio en muchas ciudades del interior en la semana violenta que empezó con Córdoba y que dejó un saldo de 14 muertos y 18 provincias alcanzadas por los disturbios.
En este cóctel peligroso también están incluidas las conductas y códigos de convivencia quebrados en la sociedad, a contramano del relato kirchnerista.
Funcionarios nacionales contaban un caso sucedido esta semana. Una noche, las autoridades fueron avisadas de un incidente en Quilmes. Se dijo primero que era un saqueo a un supermercado de barrio. Pero terminó siendo un robo de los tantísimos de cada día, en el que los asaltantes dejaron encerrados a los dos dueños del comercio antes de irse con el dinero de la caja. Y sucedió que unos cuantos vecinos, avisados del hecho, acudieron al lugar y no liberaron a los comerciantes de los que son clientes habituales, sino que se llevaron toda la mercadería que pudieron. Cuando l legó la policía hubo desbande y cuatro personas terminaron detenidas.
Cualquier incidente puede terminar de este modo, dicen sin ahorrar dramatismo en intendencias del conurbano, ya sea que respondan al oficialismo de Scioli o al frente opositor de Sergio Massa.
Esto, sin contar con la premeditación y alevosía de quienes promueven hechos violentos como modo de protesta por impotencia y rabia –los cortes de luz de estos días empujan en este sentido–, como también por interés político, o simplemente con propósitos delictivos.
Sucede, además, que la política tampoco contiene como antes. Se suman de este modo la disgregación en la base social y la degradación del sistema partidario.
Lo explicaba así uno de los funcionarios kirchneristas que más camina la calle, allí donde la calle se vuelve peligrosa: “En los barrios de bien abajo, el puntero a la mañana es nuestro, a la tarde trabaja para Massa y a la noche vende droga”.
Y todavía se escuchan algunas voces hablando de “década ganada”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario