15/04/2020
El dilema de la salud o la economía
Por
Vicente Massot
La estrategia que eligió el gobierno para enfrentar esta suerte de peste globalizada —para ponerle un nombre— no tiene marcha atrás. El aislamiento estricto llegó para quedarse cuando menos hasta fines de mayo o principios de junio, en el mejor de los casos. Alberto Fernández no lo admitirá porque ha preferido anunciar la prolongación de la cuarentena a medida que el plazo fijado —el 26 de abril— se cumpla. Recién entonces, por la cadena nacional, le explicará al pueblo argentino que es necesario perseverar en el esfuerzo y que, en razón de la seriedad de la crisis, no habrá más remedio que extender el encierro societario hasta la segunda semana de mayo.
Las restricciones a la movilidad de la mayoría de las personas van a durar mucho más tiempo del que imaginamos. Basta, al respecto, hacer este cálculo: si el pico de la pandemia se espera para mediados del próximo mes, sería insensato flexibilizar la intensidad del confinamiento antes. Aflojar las clavijas en el medio de una ola de contagios llegada a su tope es algo que, a esta altura, nadie piensa ni en la Casa Rosada ni tampoco en la administración a cargo de Horacio Rodríguez Larreta. Inmediatamente después, en junio, se hará presente el invierno y las ventajas estivales de las cuales afortunadamente nos aprovechamos se convertirán —mal que nos pese— en desventajas. En la época de mayor frío circularán, junto al coronavirus, la gripe, la neumonía y la influenza, de modo que no sería una osadía suponer que el distanciamiento social pudiese extenderse a septiembre.
Sostener la decisión que el presidente ha condensado en su frase “prefiero que caiga un 10 % el PBI a tener que lamentar diez mil muertos” generará —como consecuencia no deseada— una crisis verdaderamente descomunal, nunca antes vista, en términos económicos y sociales. Pocas veces habrá tenido tanto sentido esa definición magnífica de lo que es la política, expresada a principios del siglo pasado por Indalecio Gómez, ministro del Interior
del conservadorismo entonces gobernante: “una opción entre dificultades”. Privilegiar la salud a como dé lugar importa postergar la actividad industrial, comercial, financiera y de servicios. A su vez, si para evitar la parálisis se relajase el aislamiento, el número de fallecidos podría resultar intolerable. La figura —tantas veces repetida— de la frazada corta define, en lenguaje de la calle, lo que el notable salteño, colaborador de Roque Sáenz Peña, enseñaba con galanura académica.
Está claro que no se puede atacar ambos frentes a la vez. Cuanto resulta posible hacer en países con solvencia fiscal, entre nosotros es lisa y llanamente impensable. Lo cual no quita que, sin excepciones a la regla, oficialistas y opositores se encarguen de proclamar a los cuatro vientos que es menester cuidar la salud de la gente sin olvidarse, al propio tiempo, de las necesidades de la economía. Dicho en general, se entiende la preocupación. Pero al momento de bajar, de las enunciaciones en el alto plano de las ideas, a los casos particulares y tratar de determinar no el qué sino el cómo se ponen en movimiento las políticas publicas, las cosas lucen complicadas. Es que hemos entrado en la trampa del estancamiento. La recaudación cae en picada mientras los salarios se reducen mes a mes y el índice de empleo formal tiende a disminuir. Del trabajo informal, mejor ni hablar. La actividad, salvo en unos pocos rubros —supermercados, grandes laboratorios medicinales— se ha paralizado de golpe con el consiguiente reclamo de todos los sectores damnificados que se agolpan y tocan —no sin desesperación— a la puerta del Estado. El Fondo Monetario prevé una caída del PBI de 5,7 %. Algunos economistas nativos, aunque no siempre lo expresan en público, consideran optimista ese cálculo.
Ante tamaña reacción generalizada, las limitaciones del fisco aparecen en toda su dimensión. Los $ 729.000 MM que en apenas treinta días ha debido emitir el Banco Central para hacer frente, de la mejor manera posible, a las necesidades operativas y a los pedidos de tantas provincias, municipios, cámaras, líderes sindicales, monotributistas y empresas grandes, medianas y chicas, representan el 2,8 % del PBI. La ayuda del gobierno peruano —para tener una idea de magnitudes y de posibilidades— llega hoy al 10 % y la de la administración encabezada por Sebastián Piñera orilla el 8 %. La Argentina, a diferencia del resto de sus pares sudamericanos es —junto a Venezuela— el único país quebrado. Por lo tanto, cualquiera que sea la buena voluntad y competencia del kirchnerismo, hay una realidad que no está en condiciones de modificar y que se agravará cuanto mayor sea la duración de la cuarentena: carece de los recursos que, en otras latitudes, se administran desde una posición de disciplina fiscal con economías saneadas.
Las prórrogas para el pago de los impuestos, los incentivos fiscales, la moratoria de intereses, la suspensión de las ejecuciones públicas y las líneas de crédito a tasas subsidiadas son las demandas que se hallan a la orden del día. Con la particularidad de que se le enderezan a un cuerpo, fofo, sobredimensionado, ineficiente y —para colmo de males—insolvente, que tiene a la mano como único resorte posible la máquina de fabricar billetes. Pensar en un programa de desarrollo, crecimiento e inversión es hoy, en la Argentina, algo así como soñar despierto. En medio de semejante crisis, y dado el estado de quebranto de las arcas estatales, a la coalición gobernante cuyo jefe es Alberto Fernández no se le ha ocurrido mejor idea que gravar a las grandes fortunas.
De momento —y no es poca cosa— el kirchnerismo, armado de plenos poderes y con una sociedad atenazada por el miedo, ha timoneado la tempestad. Si la economía ha sido relegada a un segundo plano, la centralidad de la figura de Alberto Fernández debe medirse mucho más por el número de muertos que se registren en el país que por el Producto Bruto per capita. Si hay que extender los testeos o no, si los barbijos sirven o se han exagerado sus bondades, si la cuarentena dura es más eficaz que la blanda, y discusiones por el estilo —que no sólo han estallado aquí sino en el mundo entero— pierden importancia para el común de los mortales en tanto y en cuanto el índice de las personas fallecidas no crezca en proporción geométrica.
Esa es la razón merced a la cual, en su alocución del sábado, con pizarrón a la vista, el presidente nos comparó con Chile y con Brasil. La respuesta de los transandinos —que tardó menos de 24 horas en hacerse pública— académicamente es impecable y dejó al descubierto la ligereza de Alberto Fernández al manejar cifras al voleo. Pero —más allá de los coeficientes, las estadísticas y las curvas— para el grueso de la población tener menos hombres y mujeres que llorar es un logro inestimable. En eso, el jefe del Estado no se equivocó. Sus gráficos estaban pensados para los que miraban televisión de este lado de los Andes.
Si hubiese que definir con arreglo a una frase del vulgo la política del gobierno, cabría decir que “patea la pelota hacia adelante” sin detenerse a pensar en los efectos económicos y sociales que —más temprano que tarde— se harán notar y para los cuales no hay remedio conocido. Mientras el temor a contagiarse de los sectores de la población más carenciados sea mayor que el miedo a perder el empleo, ver reducido el sueldo o tener que comer una vez al día, el gobierno seguirá registrando un alto grado de adhesión y de reconocimiento. Si, en cambio, producto del aislamiento prolongado más de la cuenta y el deterioro con prisa y sin pausa del tejido social, el humor social diese un vuelco y se encabritase, entonces el escenario podría ser dantesco. El problema es que los humores sociales son difíciles de predecir.
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