20 de febrero de 2020
El mal político como mal del poder: acotando lo inexorable
(iStock)
Por Fishel Szlajen
Desde los tiempos bíblicos se ha planteado el problema del mal político en relación al mal del poder. En Levítico, Dios le ordena a Moisés transmitir al pueblo las leyes de ofrendas por transgresiones con las siguientes formulaciones: “Si toda la asamblea de Israel erró…”; “Si una persona pecara por error…”; “Si una persona pecara y comete un delito…”; “Si el sacerdote ungido pecara…”, “Si una persona cometiera malversación…”, etc. Pero cuando llega el turno del líder, dice “Cuando el líder pecare…”. Salvo en el caso del líder donde utiliza el temporal cuando, siempre usa el condicional si, indicando para el primero no una hipotética ocasión sino una certeza en su transgresión. Luego, todas aquellas personas e incluso el pueblo pueden o no que transgredan, pero el dirigente ciertamente pecará porque la propia detentación del poder es habiente de corrupción.
Otro caso comparativo paradigmático de ello es la muerte de dos justos, el patriarca Iaakov y el rey David. El Génesis relata que Iaakov, quien jamás tuvo poder gubernamental y habiente de una visión de los últimos días, antes de fallecer bendice a sus hijos que han sido rectos y amonesta a quienes se desviaron. En Reyes, David, quien ameritó ser rey del Israel, luego de ordenarle a su hijo Salomón, el monarca heredero, que observe cuidadosamente las leyes de Dios, lo exhorta a ajustar cuentas con quienes sublevados deseando tomar el poder ilegítimamente, complotarían contra él. Claramente David además de ser fiel a las leyes de Dios, debe también conducirse acorde a los intereses gubernamentales. Bíblicamente, siempre la relación de cada profeta con el poder de turno denuncia crímenes políticos más que faltas individuales, análogo a la hybris o desmesura que los griegos denunciaban como el mal del poder.
Aquí se patentiza la existencia de una alienación específica de la política en relación al poder. Y esta, si bien se manifiesta en lo político, medido en la reflexión a distancia y retrospectivamente, se da en la política, en proyectos y determinaciones cuyo desciframiento es frecuentemente incierto para los contemporáneos. Pero inexorablemente lo político se instrumenta por la política, mediante el advenimiento de los eventos, tal como la soberanía es ejercida por el soberano, el Estado por el gobierno, y muy frecuentemente la autoridad por el poder. Es decir, lo político como finalidad se manifiesta en la política como su mecanismo dado que es la instancia que detenta el monopolio de la coacción, un poder de exigir manifiesto en una violencia inapelable. Es por ello que la política no sólo es el ejercicio del poder, su conquista y conservación, sino también como dice Weber en su La política como vocación, la influencia en su distribución dentro del Estado o entre Estados.
Y aquí continúa el problema de la política como específico del poder, estando definida en relación a este, y no porque sea malo, sino por ser una dimensión humana que se encuentra dominantemente sujeta al mal, y de hecho siendo su mayor oportunidad y demostración.
Esta dimensión del mal en relación al poder político también fue reconocida desde Platón a Maquiavelo. El primero, en su Gorgias, plantea que la política no puede realizarse sino en el ámbito de la moral ya que esa es la relación pre-legal del individuo con la sociedad, y así la discusión de los principios morales conducentes al bien político redunda en ciudadanos con mejores vidas, practicando la justicia y otras virtudes. Y, donde la retórica no puede ser instrumento de la política dado que es ajena al conocimiento, a la verdad y lo justo. El segundo, en su Príncipe, expone doctrinalmente los deberes para quien desee conquistar el poder político, acrecentarlo y conservarlo, utilizando todos los medios disponibles sin reparar en ningún aspecto moral. Así, Platón intenta que el político no se pervierta en tirano, que no haya un poder sin ley, y que la filosofía no degenere en sofística; mientras Maquiavelo enseña al príncipe a ser tirano y ejercer su poder de forma tal que sea ley, exceptuándose de ella, y utilizando todo tipo de arte para ello, desde la adulación hasta el asesinato. No como violencia política banal, sino calculada y limitada para el triunfo de la instauración y conservación de un Estado y su poder, absorbida luego por el nuevo régimen, su legitimidad y legalidad.
Ya modernamente, Hegel, en su Principios de la Filosofía del Derecho, propuso la figura del Estado como poder conciliador, superior a los intereses individuales y mediador racional entre partes representando a todos y todos representados en aquel, obteniendo cada individuo objetividad, verdad y ética, sólo participando de aquel. Pero fue Marx quien denuncia la ilusión de dicha pretensión, basada en una esfera ideal de las relaciones humanas, por no considerar las realidades de las relaciones comunitarias y las contradicciones humanas, entre ellas, la alienación económica. Así, creyendo que al librar la sociedad de aquella alienación, podría también emanciparse de la respectiva política, su gran fracaso fue Stalin. El Informe Secreto de Kruschev al PCUS, en 1956, preguntando cómo hubo un Stalin en un régimen socialista, se responde también por la pretensión de reducir ahora el mal de la política al económico o social, pero nunca reconociendo la permanencia del mal político como problemática autónoma del poder, suponiendo que el fin de la explotación económica implicaba el de la política. Luego, similarmente al fracaso del Estado omnímodo, habiendo hecho progresar las ocasiones de su perversión, también fue malogrado su debilitamiento, por obstaculizar la resolución de la problemática puesta ahora en manos del mercado.
Claro está que la independencia de poderes, la libertad de prensa, el conocimiento y la información independiente de la estatal, podrá aminorar las ocasiones del mal político, pero esto es asequible sólo para pocos y además siempre hubo jueces, legisladores y políticos que accionaron en favor de tiranos y corruptos. Lo mismo acontece con la prensa y los organismos educativos estatales, orientando las elecciones de los ciudadanos y la opinión pública en cuestiones fundacionales respecto de axiología, legitimidad y justicia.
En conclusión, ningún régimen, institución ni control por sí mismo garantiza la superación del mal del poder o mal de la política, dado que es autónomo e inherente al humano que lo ejerce, persigue o conserva más allá de su calidad de funcionario. Por ello, cuando la Biblia lidia con este problema no lo hace prescribiendo una forma gubernamental, estructura política o institucionalidad específica, sino que lo aborda desde el propio sujeto. El Éxodo conmina a elegir como líderes a personas capaces, virtuosas, temerosas de Dios, dignas de confianza para que su palabra sea escuchada y que aborrezcan las ganancias en el sentido de preferir regalar a otros sus bienes aun cuando sean suyos pero no tengan pruebas para atestiguarlo. Y aun así, el Talmud le advierte a aquél líder debido al mal autónomo en la detentación, consecución o preservación del poder expresando, “pobre del señorío cuyo estatus entierre a su titular”, así como también instruye la relación que el común ha de tener con el líder, una de Jabdehu veJashdehu, respeto y sospecha a la vez. Todo en miras de aquello que el gran historiador y político moderno, John Dalberg-Acton, resumió acuñando la frase, “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Rabino y Doctor en Filosofía. Miembro Titular de la Pontificia Academia para la Vida, Vaticano. “Mención de Honor Domingo F. Sarmiento” 2018 y “Personalidad Destacada de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en el Ámbito de la Cultura” 2019
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