12 de enero de 2020
El primer mes de un equilibrista en la Casa Rosada
Fernando Laborda
LA NACION
La mayor crítica que se le ha hecho a Alberto Fernández tras su primer mes en el gobierno ha sido que intentó ocultar un ajuste bajo el disfraz de la solidaridad. Paradójicamente, su mayor acierto en este período pudo haber pasado por exhibir voluntad de pago de la deuda y desalentar las fuertes expectativas de un default con las que había iniciado su carrera final hacia la Casa Rosada. Y, mal que nos pese, parte de este éxito se explica por aquel ajuste fiscal, que hasta ahora será hecho por los pagadores seriales de impuestos y no por la burocracia estatal.
El actual presidente aprendió del fracaso de la gestión de Mauricio Macri que las medidas más duras hay que tomarlas de entrada. Aunque la celeridad que mostró para ajustar a sectores altos y medios, al campo y a no pocos jubilados no la ha mostrado para congelar los sueldos de todos los funcionarios y las jubilaciones de privilegio o para eliminar la exención del impuesto a las ganancias de la que gozan los jueces. Habrá que esperar hasta febrero para ver si el nuevo oficialismo logra imponer algo de esto en el Congreso.
Hay contradicciones evidentes respecto del peso del ajuste. Mientras que cualquier trabajador del Estado que perciba un sueldo de hasta 60.000 pesos recibirá un bono de 4000 pesos, ningún jubilado que cargue con el pecado de recibir al menos 20.000 pesos se hará acreedor a esa suma fija. ¿Es eso solidaridad? Sacarles a algunos jubilados ordinarios -no de regímenes privilegiados- para pagarles más a quienes perciben el haber mínimo nunca ha sido una buena idea. Termina siempre, como en tiempos de Néstor y Cristina Kirchner, achatando la pirámide de ingresos jubilatorios, haciendo que cada vez más jubilados y pensionados pasen a ganar la mínima y provocando más litigiosidad por la vía de demandas contra el Estado. El mecanismo es doblemente injusto, por cuanto beneficiaría a un alto porcentaje de jubilados que no hicieron aportes al sistema previsional y perjudicaría a quienes aportaron toda su vida.
Aun así, podría decirse que Alberto Fernández la sacó barata. Por nada que se pareciera a la suspensión de la movilidad jubilatoria, a Macri le hicieron una pueblada hacia fines de 2017. El actual presidente se ha manejado con una picardía y habilidad comunicacional que no ostentó la gestión macrista. También ha sabido aprovechar su luna de miel, aunque esta puede estar llegando a su epílogo según encuestas del propio Gobierno.
Normalmente, la imagen positiva de un presidente se ubica, en los primeros meses de su gestión, en niveles muy superiores al porcentaje de votos alcanzados en la elección. Con Alberto Fernández no se estaría registrando este fenómeno, más allá de que conserva un amplio apoyo y sigue despertando optimismo entre el 48% del electorado que lo votó, aunque continúa cosechando pesimismo entre el 40% que se inclinó por Macri.
Una encuesta telefónica de 8493 casos, hecha por Inteligencia Analítica, consultora de Sebastián Galmarini -cuñado de Sergio Massa y director del Banco Provincia-, indica que al 5 de enero la imagen buena o muy buena del Presidente era del 54,1%, aunque llegó a rondar el 60% en los primeros días de su gestión, y su desempeño era visto favorablemente por el 46,6%.
Otro sondeo, concluido por D'Alessio Irol y Berensztein a fines de diciembre, entre 1108 encuestados de forma online, aporta un dato interesante: cuando se pregunta sobre los temas que más preocupan, el 90% menciona la inflación y el 44%, "que queden sin castigar los actos de corrupción de Cristina Kirchner". Se advierte aquí una razón que conspira contra el fin de la grieta que Alberto Fernández se ha propuesto dejar atrás. Ha quedado claro, tras el primer mes del nuevo presidente, que su vicepresidenta puede ejercer un poder de veto sobre ciertas decisiones y que su nivel de influencia en no pocos temas no es menor. Hay dos ejemplos.
- La sucesión de gestos del Gobierno ante los hechos ocurridos en Venezuela es uno. El bloqueo por efectivos de seguridad del acceso de legisladores opositores encabezados por Juan Guaidó a la Asamblea Nacional que debía elegir autoridades fue condenado en una declaración emitida por nuestra cancillería. El documento fue tibio si se lo compara con la dura declaración del Grupo de Lima, no suscripta por la Argentina, que no tuvo pruritos en definir al régimen de Nicolás Maduro como una dictadura. Aun así, el gesto argentino mereció el agradecimiento público de Guaidó; un reconocimiento de Elliot Abrams, representante especial de Trump para Venezuela, y una crítica del vicepresidente venezolano, Diosdado Cabello, quien calificó el comunicado del ministerio encabezado por Felipe Solá como una "guaidiotez". Bastaron esas reacciones para que la presión desde el cristinismo se hiciera sentir; de inmediato, se le quitaron las credenciales a la embajadora de Guaidó en la Argentina, Elisa Trotta.
- Los avatares de Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires son el mejor indicador de la dura experiencia de gobernar sin plata que, como pocas veces antes, afronta el peronismo. Tras sus tropiezos iniciales para que la Legislatura bonaerense le aprobara su paquete impositivo, debió hacer un curso acelerado de negociación con opositores y hasta con quienes consideraba tropa propia, además de escuchar alguna reprimenda desde el gobierno nacional. Al final, debió resignar parte de sus propósitos originales en materia tributaria. Horas después, el gobierno de Alberto Fernández impulsó una reducción del porcentaje de coparticipación federal que se lleva la ciudad de Buenos Aires, con el probable fin de beneficiar al conurbano bonaerense. No es difícil imaginar el grado de influencia en esta decisión de Cristina Kirchner, quien poco antes, en La Matanza, había considerado irracional que el distrito porteño tuviera un presupuesto varias veces superior al de los matanceros.
La manera en que Alberto Fernández hace equilibrio para preservar a la compleja coalición gobernante de posibles conflictos encubre un riesgo: que cuestiones como el ajuste económico o la política exterior deriven en disputas entre quienes, desde el albertismo, aspiran a mostrar cierta razonabilidad y previsibilidad ante los ojos del mundo, y quienes consideran que esos temas deben ser espacios para la satisfacción simbólica del ala más radicalizada e ideologizada, afín al cristinismo.
Distintos análisis advierten sobre los riesgos de sobreactuación de Alberto Fernández en su rol de equilibrista del poder. Su afán por reivindicar a quien lo ungió candidato presidencial puede llevarlo a incurrir en más contradicciones de las esperables. Santiago Kovadloff, al referirse a la devaluación de la palabra, señala que "la negación del pasado pasa por la subestimación de la memoria".
En ese sentido, sorprendió el apoyo presidencial a la iniciativa de la ministra de Seguridad, Sabina Frederic, de revisar el peritaje de la Gendarmería que determinó que Alberto Nisman había sido asesinado. La misma ministra sostuvo, en el libro Hablemos de ideas, que la legitimidad de la Gendarmería para hacer uso de la fuerza pública fue "horadada por la desaparición y muerte de Santiago Maldonado en un pésimo operativo contra un puñado de mapuches que cortaban la ruta 40 en Chubut, reclamando por sus tierras ancestrales".
Alberto Fernández y su equipo deberán demostrar que volvieron para ser mejores antes que para redimir a Cristina de todo lo que se la acusa. Deberán probar que el jefe del Estado es un mandatario de la ciudadanía y no de su vicepresidenta, y que es el poder político el que está sujeto a la ley y no la ley la que está sujeta al poder político.
La mayor crítica que se le ha hecho a Alberto Fernández tras su primer mes en el gobierno ha sido que intentó ocultar un ajuste bajo el disfraz de la solidaridad. Paradójicamente, su mayor acierto en este período pudo haber pasado por exhibir voluntad de pago de la deuda y desalentar las fuertes expectativas de un default con las que había iniciado su carrera final hacia la Casa Rosada. Y, mal que nos pese, parte de este éxito se explica por aquel ajuste fiscal, que hasta ahora será hecho por los pagadores seriales de impuestos y no por la burocracia estatal.
El actual presidente aprendió del fracaso de la gestión de Mauricio Macri que las medidas más duras hay que tomarlas de entrada. Aunque la celeridad que mostró para ajustar a sectores altos y medios, al campo y a no pocos jubilados no la ha mostrado para congelar los sueldos de todos los funcionarios y las jubilaciones de privilegio o para eliminar la exención del impuesto a las ganancias de la que gozan los jueces. Habrá que esperar hasta febrero para ver si el nuevo oficialismo logra imponer algo de esto en el Congreso.
Hay contradicciones evidentes respecto del peso del ajuste. Mientras que cualquier trabajador del Estado que perciba un sueldo de hasta 60.000 pesos recibirá un bono de 4000 pesos, ningún jubilado que cargue con el pecado de recibir al menos 20.000 pesos se hará acreedor a esa suma fija. ¿Es eso solidaridad? Sacarles a algunos jubilados ordinarios -no de regímenes privilegiados- para pagarles más a quienes perciben el haber mínimo nunca ha sido una buena idea. Termina siempre, como en tiempos de Néstor y Cristina Kirchner, achatando la pirámide de ingresos jubilatorios, haciendo que cada vez más jubilados y pensionados pasen a ganar la mínima y provocando más litigiosidad por la vía de demandas contra el Estado. El mecanismo es doblemente injusto, por cuanto beneficiaría a un alto porcentaje de jubilados que no hicieron aportes al sistema previsional y perjudicaría a quienes aportaron toda su vida.
Aun así, podría decirse que Alberto Fernández la sacó barata. Por nada que se pareciera a la suspensión de la movilidad jubilatoria, a Macri le hicieron una pueblada hacia fines de 2017. El actual presidente se ha manejado con una picardía y habilidad comunicacional que no ostentó la gestión macrista. También ha sabido aprovechar su luna de miel, aunque esta puede estar llegando a su epílogo según encuestas del propio Gobierno.
Normalmente, la imagen positiva de un presidente se ubica, en los primeros meses de su gestión, en niveles muy superiores al porcentaje de votos alcanzados en la elección. Con Alberto Fernández no se estaría registrando este fenómeno, más allá de que conserva un amplio apoyo y sigue despertando optimismo entre el 48% del electorado que lo votó, aunque continúa cosechando pesimismo entre el 40% que se inclinó por Macri.
Una encuesta telefónica de 8493 casos, hecha por Inteligencia Analítica, consultora de Sebastián Galmarini -cuñado de Sergio Massa y director del Banco Provincia-, indica que al 5 de enero la imagen buena o muy buena del Presidente era del 54,1%, aunque llegó a rondar el 60% en los primeros días de su gestión, y su desempeño era visto favorablemente por el 46,6%.
Otro sondeo, concluido por D'Alessio Irol y Berensztein a fines de diciembre, entre 1108 encuestados de forma online, aporta un dato interesante: cuando se pregunta sobre los temas que más preocupan, el 90% menciona la inflación y el 44%, "que queden sin castigar los actos de corrupción de Cristina Kirchner". Se advierte aquí una razón que conspira contra el fin de la grieta que Alberto Fernández se ha propuesto dejar atrás. Ha quedado claro, tras el primer mes del nuevo presidente, que su vicepresidenta puede ejercer un poder de veto sobre ciertas decisiones y que su nivel de influencia en no pocos temas no es menor. Hay dos ejemplos.
- La sucesión de gestos del Gobierno ante los hechos ocurridos en Venezuela es uno. El bloqueo por efectivos de seguridad del acceso de legisladores opositores encabezados por Juan Guaidó a la Asamblea Nacional que debía elegir autoridades fue condenado en una declaración emitida por nuestra cancillería. El documento fue tibio si se lo compara con la dura declaración del Grupo de Lima, no suscripta por la Argentina, que no tuvo pruritos en definir al régimen de Nicolás Maduro como una dictadura. Aun así, el gesto argentino mereció el agradecimiento público de Guaidó; un reconocimiento de Elliot Abrams, representante especial de Trump para Venezuela, y una crítica del vicepresidente venezolano, Diosdado Cabello, quien calificó el comunicado del ministerio encabezado por Felipe Solá como una "guaidiotez". Bastaron esas reacciones para que la presión desde el cristinismo se hiciera sentir; de inmediato, se le quitaron las credenciales a la embajadora de Guaidó en la Argentina, Elisa Trotta.
- Los avatares de Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires son el mejor indicador de la dura experiencia de gobernar sin plata que, como pocas veces antes, afronta el peronismo. Tras sus tropiezos iniciales para que la Legislatura bonaerense le aprobara su paquete impositivo, debió hacer un curso acelerado de negociación con opositores y hasta con quienes consideraba tropa propia, además de escuchar alguna reprimenda desde el gobierno nacional. Al final, debió resignar parte de sus propósitos originales en materia tributaria. Horas después, el gobierno de Alberto Fernández impulsó una reducción del porcentaje de coparticipación federal que se lleva la ciudad de Buenos Aires, con el probable fin de beneficiar al conurbano bonaerense. No es difícil imaginar el grado de influencia en esta decisión de Cristina Kirchner, quien poco antes, en La Matanza, había considerado irracional que el distrito porteño tuviera un presupuesto varias veces superior al de los matanceros.
La manera en que Alberto Fernández hace equilibrio para preservar a la compleja coalición gobernante de posibles conflictos encubre un riesgo: que cuestiones como el ajuste económico o la política exterior deriven en disputas entre quienes, desde el albertismo, aspiran a mostrar cierta razonabilidad y previsibilidad ante los ojos del mundo, y quienes consideran que esos temas deben ser espacios para la satisfacción simbólica del ala más radicalizada e ideologizada, afín al cristinismo.
Distintos análisis advierten sobre los riesgos de sobreactuación de Alberto Fernández en su rol de equilibrista del poder. Su afán por reivindicar a quien lo ungió candidato presidencial puede llevarlo a incurrir en más contradicciones de las esperables. Santiago Kovadloff, al referirse a la devaluación de la palabra, señala que "la negación del pasado pasa por la subestimación de la memoria".
En ese sentido, sorprendió el apoyo presidencial a la iniciativa de la ministra de Seguridad, Sabina Frederic, de revisar el peritaje de la Gendarmería que determinó que Alberto Nisman había sido asesinado. La misma ministra sostuvo, en el libro Hablemos de ideas, que la legitimidad de la Gendarmería para hacer uso de la fuerza pública fue "horadada por la desaparición y muerte de Santiago Maldonado en un pésimo operativo contra un puñado de mapuches que cortaban la ruta 40 en Chubut, reclamando por sus tierras ancestrales".
Alberto Fernández y su equipo deberán demostrar que volvieron para ser mejores antes que para redimir a Cristina de todo lo que se la acusa. Deberán probar que el jefe del Estado es un mandatario de la ciudadanía y no de su vicepresidenta, y que es el poder político el que está sujeto a la ley y no la ley la que está sujeta al poder político.
Por: Fernando Laborda
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