13 de octubre de 2019
Bergoglio, a punto de cumplir su gran sueño
LA NACION
Groussac advierte con júbilo que Sarmiento era un "formidable montonero de la batalla intelectual" y Borges trata de explicar esa hipérbole: el autor del Facundo -afirma- "puso en el culto del progreso su fervor primitivo... Rosas, en cambio, deliberadamente exageró su afinidad con los rústicos, afectación que sigue embaucando al presente y que transforma a ese enigmático hacendado-burócrata en un montonero" a la manera de Quiroga. La doble disquisición puede parecer un anacronismo, sobre todo en medio de estas ansiedades preelectorales. Recobra, no obstante, significados profundos y una actualidad demoledora merced a la cita sarmientina que el papa Francisco blandió esta semana durante el sínodo sobre la Amazonia. Allí Bergoglio resucitó el concepto "civilización y barbarie" como origen de todo mal y toda discriminación, puesto que esa ocurrencia por sí sola explicaría el genocidio indigenista y los desprecios y racismos posteriores contra inmigrantes limítrofes y pueblos originarios. La alusión, que no es original, adolece de gigantismo y es injusta por innumerables motivos históricos, antropológicos y sociales, que no cabrían en este modesto artículo, y caricaturiza de hecho el pensamiento nuclear de nuestro más grande escritor del siglo XIX: sin los particulares contextos de aquella época ríspida, hoy habría que releer a Sarmiento como a un salvaje gladiador de la sociedad del conocimiento, gran motor del progreso que anhela la cultura democrática republicana y que resulta siempre sospechoso para el caudillismo populista cristiano. Bergoglio rechaza, en realidad, a Sarmiento en tanto emblema del liberalismo político, y durante el mismo discurso no se privó incluso de descalificar todas las ideologías modernas, puesto que "los 'ismos' -precisó- reformulan la idea desde el laboratorio ilustrado iluminista". Entre los "ismos" no figura, naturalmente, el justicialismo, puesto que Su Santidad lo considera una virtuosa extensión movimientista de la doctrina social de la Iglesia. El pueblo peronista, el pueblo de Dios. Cuenta uno de sus más perspicaces biógrafos, Ignacio Zuleta, que el exarzobispo de Buenos Aires regalaba en los bautismos un ejemplar de la Biblia y otro de La comunidad organizada. La aversión hacia Sarmiento y hacia la Revolución Francesa es otra feliz coincidencia con las supersticiones de la arquitecta egipcia y de su amplia grey; el revisionismo histórico corre caudaloso por sus venas. Para esa que fue alguna vez (y que dejó de ser) una noble literatura nacionalista, Sarmiento, que venía de la pobreza, era un oligarca; Rosas, que era un terrateniente y eligió Inglaterra para su exilio, resultaba, por lo contrario, un santo de los pobres y un héroe emancipador. Ya que estamos en estas travesías del pasado, se perdió el papa Francisco -frente a sus cardenales, obispos y religiosos de todos los continentes- la oportunidad de utilizar a Rosas para denunciar a la Mazorca, que se practica actualmente con renovada y cruel eficacia en Venezuela y en Nicaragua sin que el Vaticano ponga el grito en el cielo. Todo es historia.
Si los sabiondos tienen razón y efectivamente queda consagrado en las urnas el cuarto gobierno kirchnerista, este le deberá muchísimo al heredero de Pedro. Wojtyla fue esencial para la derrota del comunismo en Polonia y luego en el mundo entero, y su colega será fundamental para la restauración del peronismo en la patria y para el regreso de sus imitadores latinoamericanos. Bergoglio se plegó a la teoría de la lawfare, consistente en pretender que los corruptos no lo son y que nos encontramos bajo un régimen abominable llamado Cambiemos (reedición evidente de la Revolución Libertadora) cuya praxis central se reduce a perseguir judicialmente a lo probos y a los líderes sensibles. El Santo Padre confraternizó con sospechosos de toda índole, y alentó a organizaciones sociales y a sindicalistas millonarios y turbios. También contuvo a Cristina Kirchner y convenció a Alberto Fernández de olvidar diferencias y de operar para la anhelada reunificación peronista. Y, sobre todo, diseñó una nueva cúpula eclesiástica formada por una pléyade de recitadores entusiastas de las veinte verdades. Son estos los que participan activamente en los diferentes niveles de la campaña comicial del Frente de Todos, con el triste silencio del resto de los prelados que están profundamente en desacuerdo con esta insólita maniobra de partidización. Uno de los ejemplos más escandalosos de esta política fue la participación de la Iglesia en el lanzamiento del interesante plan Argentina contra el Hambre. Nada se le podría reprochar al Episcopado si Fernández fuera ya presidente constitucional de los argentinos. Al contrario. Pero resulta que hoy solo es un candidato, y que acompañarlo en esa ocasión significaba prestarse sin ambages a un acto proselitista de alto impacto mediático. El Episcopado se dio cuenta de su imprudencia calculada y, como es de uso, salió luego a excusarse con el periodismo religioso para relativizar el pecado. Pero ya lo dice el catecismo: para ser perdonados se necesita una confesión sincera, y lo que hubo fue simplemente una autojustificación hipócrita. Estas actitudes de los jerarcas están disociadas del sentimiento callado de vastos segmentos de la infantería del catolicismo; allí muchísimos fieles de a pie tienen distinta opinión acerca del progreso, el clientelismo y la corrupción, y siguen sin duda preocupados por un tema que los "coroneles" de Bergoglio borraron últimamente de su valiosa agenda pública: la lucha contra el narco.
Es que esa arca de Noé con capitana chavista y motor vaticano emite señales de mano fofa en materia de seguridad y de mano suelta en transparencia ("libertad a todos los presos políticos"), a la vez que integra en su misteriosa aventura náutica a conocidos gánsteres del gremialismo, a señores feudales de la política, a justicialistas otrora "suturados", a empresarios arrepentidos de su arrepentimiento, a truchos de La Salada, a devotos de Cooke, a exmarxistas leninistas afiliados hace cinco minutos al partido de Perón, y a especies amenazantes, como la bolivariana Saintout (a punto de ser alcaldesa de La Plata), o como Juan "Mecha Corta" Grabois y Pablo Moyano. Estos dos últimos ya emplazaron al pobre timonel -pongamos un peronista de Torcuato Di Tella con traje de abogado porteño (Horacio González dixit)- para que no se equivoque y para que no les haga perder la paciencia a los "muchachos". Wojtyla no trepidó en asociarse con liberales para acabar con el comunismo; Bergoglio no repara en utilizar a los enemigos históricos para acabar de una buena vez con el "neoliberales", insulto destinado a cualquiera que crea en una democracia occidental. Qué curioso: su principal acción diplomática se relaciona con intentar que precisamente esos países "decadentes" (aquellos donde la civilización avanzó de manera notable) se hagan cargo ahora de los emigrados provenientes de naciones violentas y empobrecidas donde no hay democracia y campea la barbarie.
La idea de que la virtud republicana carece de dimensión espiritual es una mentira flagrante. La idea de que Sarmiento era meramente europeísta y sanguinario y de que de él derivan todas las intolerancias es un camelo que los historiadores científicos ya derribaron hace décadas. Sarmiento -como escribió Borges en un bello poema crepuscular- es un soñador que nos sigue soñando. ¿Qué hubiera escrito de todo este sueño vuelto pesadilla?
Groussac advierte con júbilo que Sarmiento era un "formidable montonero de la batalla intelectual" y Borges trata de explicar esa hipérbole: el autor del Facundo -afirma- "puso en el culto del progreso su fervor primitivo... Rosas, en cambio, deliberadamente exageró su afinidad con los rústicos, afectación que sigue embaucando al presente y que transforma a ese enigmático hacendado-burócrata en un montonero" a la manera de Quiroga. La doble disquisición puede parecer un anacronismo, sobre todo en medio de estas ansiedades preelectorales. Recobra, no obstante, significados profundos y una actualidad demoledora merced a la cita sarmientina que el papa Francisco blandió esta semana durante el sínodo sobre la Amazonia. Allí Bergoglio resucitó el concepto "civilización y barbarie" como origen de todo mal y toda discriminación, puesto que esa ocurrencia por sí sola explicaría el genocidio indigenista y los desprecios y racismos posteriores contra inmigrantes limítrofes y pueblos originarios. La alusión, que no es original, adolece de gigantismo y es injusta por innumerables motivos históricos, antropológicos y sociales, que no cabrían en este modesto artículo, y caricaturiza de hecho el pensamiento nuclear de nuestro más grande escritor del siglo XIX: sin los particulares contextos de aquella época ríspida, hoy habría que releer a Sarmiento como a un salvaje gladiador de la sociedad del conocimiento, gran motor del progreso que anhela la cultura democrática republicana y que resulta siempre sospechoso para el caudillismo populista cristiano. Bergoglio rechaza, en realidad, a Sarmiento en tanto emblema del liberalismo político, y durante el mismo discurso no se privó incluso de descalificar todas las ideologías modernas, puesto que "los 'ismos' -precisó- reformulan la idea desde el laboratorio ilustrado iluminista". Entre los "ismos" no figura, naturalmente, el justicialismo, puesto que Su Santidad lo considera una virtuosa extensión movimientista de la doctrina social de la Iglesia. El pueblo peronista, el pueblo de Dios. Cuenta uno de sus más perspicaces biógrafos, Ignacio Zuleta, que el exarzobispo de Buenos Aires regalaba en los bautismos un ejemplar de la Biblia y otro de La comunidad organizada. La aversión hacia Sarmiento y hacia la Revolución Francesa es otra feliz coincidencia con las supersticiones de la arquitecta egipcia y de su amplia grey; el revisionismo histórico corre caudaloso por sus venas. Para esa que fue alguna vez (y que dejó de ser) una noble literatura nacionalista, Sarmiento, que venía de la pobreza, era un oligarca; Rosas, que era un terrateniente y eligió Inglaterra para su exilio, resultaba, por lo contrario, un santo de los pobres y un héroe emancipador. Ya que estamos en estas travesías del pasado, se perdió el papa Francisco -frente a sus cardenales, obispos y religiosos de todos los continentes- la oportunidad de utilizar a Rosas para denunciar a la Mazorca, que se practica actualmente con renovada y cruel eficacia en Venezuela y en Nicaragua sin que el Vaticano ponga el grito en el cielo. Todo es historia.
Si los sabiondos tienen razón y efectivamente queda consagrado en las urnas el cuarto gobierno kirchnerista, este le deberá muchísimo al heredero de Pedro. Wojtyla fue esencial para la derrota del comunismo en Polonia y luego en el mundo entero, y su colega será fundamental para la restauración del peronismo en la patria y para el regreso de sus imitadores latinoamericanos. Bergoglio se plegó a la teoría de la lawfare, consistente en pretender que los corruptos no lo son y que nos encontramos bajo un régimen abominable llamado Cambiemos (reedición evidente de la Revolución Libertadora) cuya praxis central se reduce a perseguir judicialmente a lo probos y a los líderes sensibles. El Santo Padre confraternizó con sospechosos de toda índole, y alentó a organizaciones sociales y a sindicalistas millonarios y turbios. También contuvo a Cristina Kirchner y convenció a Alberto Fernández de olvidar diferencias y de operar para la anhelada reunificación peronista. Y, sobre todo, diseñó una nueva cúpula eclesiástica formada por una pléyade de recitadores entusiastas de las veinte verdades. Son estos los que participan activamente en los diferentes niveles de la campaña comicial del Frente de Todos, con el triste silencio del resto de los prelados que están profundamente en desacuerdo con esta insólita maniobra de partidización. Uno de los ejemplos más escandalosos de esta política fue la participación de la Iglesia en el lanzamiento del interesante plan Argentina contra el Hambre. Nada se le podría reprochar al Episcopado si Fernández fuera ya presidente constitucional de los argentinos. Al contrario. Pero resulta que hoy solo es un candidato, y que acompañarlo en esa ocasión significaba prestarse sin ambages a un acto proselitista de alto impacto mediático. El Episcopado se dio cuenta de su imprudencia calculada y, como es de uso, salió luego a excusarse con el periodismo religioso para relativizar el pecado. Pero ya lo dice el catecismo: para ser perdonados se necesita una confesión sincera, y lo que hubo fue simplemente una autojustificación hipócrita. Estas actitudes de los jerarcas están disociadas del sentimiento callado de vastos segmentos de la infantería del catolicismo; allí muchísimos fieles de a pie tienen distinta opinión acerca del progreso, el clientelismo y la corrupción, y siguen sin duda preocupados por un tema que los "coroneles" de Bergoglio borraron últimamente de su valiosa agenda pública: la lucha contra el narco.
Es que esa arca de Noé con capitana chavista y motor vaticano emite señales de mano fofa en materia de seguridad y de mano suelta en transparencia ("libertad a todos los presos políticos"), a la vez que integra en su misteriosa aventura náutica a conocidos gánsteres del gremialismo, a señores feudales de la política, a justicialistas otrora "suturados", a empresarios arrepentidos de su arrepentimiento, a truchos de La Salada, a devotos de Cooke, a exmarxistas leninistas afiliados hace cinco minutos al partido de Perón, y a especies amenazantes, como la bolivariana Saintout (a punto de ser alcaldesa de La Plata), o como Juan "Mecha Corta" Grabois y Pablo Moyano. Estos dos últimos ya emplazaron al pobre timonel -pongamos un peronista de Torcuato Di Tella con traje de abogado porteño (Horacio González dixit)- para que no se equivoque y para que no les haga perder la paciencia a los "muchachos". Wojtyla no trepidó en asociarse con liberales para acabar con el comunismo; Bergoglio no repara en utilizar a los enemigos históricos para acabar de una buena vez con el "neoliberales", insulto destinado a cualquiera que crea en una democracia occidental. Qué curioso: su principal acción diplomática se relaciona con intentar que precisamente esos países "decadentes" (aquellos donde la civilización avanzó de manera notable) se hagan cargo ahora de los emigrados provenientes de naciones violentas y empobrecidas donde no hay democracia y campea la barbarie.
La idea de que la virtud republicana carece de dimensión espiritual es una mentira flagrante. La idea de que Sarmiento era meramente europeísta y sanguinario y de que de él derivan todas las intolerancias es un camelo que los historiadores científicos ya derribaron hace décadas. Sarmiento -como escribió Borges en un bello poema crepuscular- es un soñador que nos sigue soñando. ¿Qué hubiera escrito de todo este sueño vuelto pesadilla?
Por: Jorge Fernández Díaz
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