23 de octubre de 2019
Los estragos de una América Latina violenta
Joaquín Morales Solá
LA NACION
Nunca América Latina estuvo tan mal desde las sucesivas restauraciones democráticas en los años 80. Venezuela, que fue un isla de libertad y democracia en los militarizados años 70, es ahora un país estragado por la carencia de todo: desde las libertades pública y privadas hasta los alimentos y los medicamentos. Perú tiene a todos sus expresidentes presos por corrupción; uno, el viejo líder Alan García, se suicidó antes de ser detenido.
En México, el narcotráfico acaba de ganarle una batalla decisiva al Estado, cuando el Ejército decidió liberar al hijo del Chapo Guzmán después de haberlo apresado, porque la fuerza de los delincuentes hacía peligrar vidas inocentes. Centroamérica es un territorio de crímenes, corrupción, pobreza y desigualdad. Ecuador encontró en Lenín Moreno un presidente realista, pragmático y democrático, que terminó con el período de populismo y de persecuciones de su antecesor y padrino político Rafael Correa. Sin embargo, la eliminación de un viejo privilegio sobre el precio de los combustibles, que afectó también a los sectores indígenas más pobres, desató una ola de violencia que obligó a Moreno a trasladar la capital de Quito a Guayaquil. Hasta que derogó su decisión sobre el precio de la energía.
Un aumento del 4% en el boleto del subterráneo en Chile desencadenó una ola de protestas violenta s como no se había visto en los últimos 30 años. El presidente Sebastián Piñera debió derogar esa decisión, pero ni su rectificación ni la declaración del estado de emergencia (con toque de queda incluido) menguaron la protesta ni la violencia. La crisis en Chile no ha concluido aún, porque fue una sorpresa que pareció despertar de una larga siesta a la dirigencia del país trasandino.
En ese paisaje latinoamericano se realizarán las elecciones argentinas dentro de cuatro días. La Argentina tiene una situación macroeconómica mucho peor que la de Chile, que la tiene, más bien, muy equilibrada. La pujante economía de Chile, y esto también es cierto, no modificó la desigualdad en el acceso al bienestar. Chile logró casi erradicar la pobreza, pero la distancia es muy larga entre los sectores sociales muy ricos y la clase media baja, categoría en la que se encuentra la mayoría de la clase media chilena. Esa situación no fue modificada por tres mandatos socialistas (uno de Ricardo Lagos y dos de Michelle Bachelet), por dos democristianos (Patricio Aylwin y Eduardo Frei) y un mandato cumplido y otro en curso del actual presidente, Piñera.
La Argentina, que supo tener una inmensa clase media, sigue contando con sectores medios amplios, caracterizados por la ambición de progreso y por la sofisticación política. Sin embargo, en los años de democracia argentina ningún gobierno pudo frenar el deterioro de la situación social. Desde 1983, el promedio de la pobreza es del 30% (porcentaje que nunca antes se había registrado) y el de la inflación es del 60% anual en estos 36 años. Es un promedio; hubo años de elevadísima inflación y otros de casi inexistente aumento del costo de vida, como en tiempos de la convertibilidad.
La primera lección para los políticos argentinos de las últimas revueltas en Ecuador y Chile consiste en que no es momento de tensar los desacuerdos, aun cuando estamos a muy pocos días de las elecciones presidenciales. Por ejemplo, Alberto Fernández dijo ayer en un comentario sobre la crisis en Chile: "¿Somos conscientes los argentinos de lo que toleramos a Macri?".
Se refería a los aumentos de las tarifas de los servicios públicos. Fernández no puede ignorar que hasta 2015 el Estado se hizo cargo de subsidiar casi todos los servicios públicos, virtualmente gratuitos para toda la sociedad, pero sobre todo para los sectores más acomodados de la Capital y el Gran Buenos Aires. ¿Podían seguir las cosas así? Como nada es gratis en la vida, esos subsidios se pagaron con un aumento de la presión impositiva que ya es insoportable para los que trabajan o producen en blanco. ¿Propone Fernández que si existieran futuros aumentos de tarifas la gente salga a la calle para repetir las escenas de Chile? Debería tener más cuidado: ese consejo podría afectar una eventual presidencia suya. El candidato peronista no puede, por su historia personal y por su discurso, proponer tales cosas. Lo espolean seguramente las vísperas electorales. Es hora de que los políticos miren lo que sucede en países vecinos y callen o hagan gestos de reconciliación y grandeza.
La crisis de Chile despertó, además, una réplica pequeña, pero no menos violenta, en Buenos Aires, frente al consulado chileno. Sucedió primero una manifestación pacífica de chilenos radicados en la Argentina que iban a solidarizarse con sus compatriotas. Pero fueron superados por la furia y el fuego de personas con la cara cubierta que aparecieron de la nada o de cualquier parte. La organización y la destreza indican que son personas entrenadas para el vandalismo. Al grito de "la prensa burguesa no nos interesa" golpearon seriamente a varios camarógrafos (entre ellos, uno de LN+). ¿Son anarquistas? ¿Tienen alguna afinidad con partidos políticos? No hay respuestas definitivas porque ni siquiera el Gobierno tiene una sola posición.
La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, lo atribuyó a intereses políticos específicos, pero el gobierno de la ciudad la desmintió. En lo que todos coinciden es en que hay grupos violentos en condiciones de sorprender al Estado. Es decir: el Estado desconoce su existencia hasta que se encuentra con el asombro de la intimidación y el vandalismo. Otra razón para que los que suponen que continuarán gobernando o sucederán a los que gobiernan ahora elijan la prudencia en lugar de la exaltación.
El futuro gobierno, sea cual fuere, deberá tomar medidas necesariamente impopulares. La Argentina tendrá que debatir en adelante sobre el superávit de sus cuentas públicas, no sobre el porcentaje del déficit. Deberá pagar una abultada deuda que se acumuló durante muchos años, aun reprogramando los vencimientos con quita o sin ella, y carece de financiamiento externo.
¿El superávit deberá ser del 3% del PBI o del 4%? Esa es la reflexión de los economistas serios. Ahora, según el Gobierno, solo tiene de déficit las obligaciones de la deuda. Pero es déficit, al fin y al cabo. Solo podría morigerar los efectos de esos compromisos un rápido período de crecimiento del país. Tanto en la necesidad del superávit como en la de la reactivación económica luego de un largo período de estancamiento o recesión hay consenso entre los principales candidatos. La obligación que tienen, si son sinceros, es crear un clima propicio para los acuerdos que garanticen la paz social antes de que la protesta les paralice las manos.
La asignatura pendiente de América Latina es la desigualdad social. Desde México hasta el extremo austral de la Argentina y Chile. La riqueza está concentrada en muy pocas manos, y el bienestar, o una vida razonablemente tranquila, no se ha distribuido equitativamente en la sociedad. América Latina está considerada por las Naciones Unidas la zona con mayor desigualdad social del mundo. Ya en 2000 la entonces secretaria de Estado norteamericana Madeleine Albright, que desempeñó el cargo durante la presidencia de Bill Clinton, lanzó ante el Consejo de las Américas una advertencia fulminante: "La corrupción y la creciente desigualdad social son amenazas para la democracia en América Latina". Casi 20 años después, y si bien se mira el paisaje de América Latina, aquella advertencia es mucho más actual y dramática que entonces.
Nunca América Latina estuvo tan mal desde las sucesivas restauraciones democráticas en los años 80. Venezuela, que fue un isla de libertad y democracia en los militarizados años 70, es ahora un país estragado por la carencia de todo: desde las libertades pública y privadas hasta los alimentos y los medicamentos. Perú tiene a todos sus expresidentes presos por corrupción; uno, el viejo líder Alan García, se suicidó antes de ser detenido.
En México, el narcotráfico acaba de ganarle una batalla decisiva al Estado, cuando el Ejército decidió liberar al hijo del Chapo Guzmán después de haberlo apresado, porque la fuerza de los delincuentes hacía peligrar vidas inocentes. Centroamérica es un territorio de crímenes, corrupción, pobreza y desigualdad. Ecuador encontró en Lenín Moreno un presidente realista, pragmático y democrático, que terminó con el período de populismo y de persecuciones de su antecesor y padrino político Rafael Correa. Sin embargo, la eliminación de un viejo privilegio sobre el precio de los combustibles, que afectó también a los sectores indígenas más pobres, desató una ola de violencia que obligó a Moreno a trasladar la capital de Quito a Guayaquil. Hasta que derogó su decisión sobre el precio de la energía.
Un aumento del 4% en el boleto del subterráneo en Chile desencadenó una ola de protestas violenta s como no se había visto en los últimos 30 años. El presidente Sebastián Piñera debió derogar esa decisión, pero ni su rectificación ni la declaración del estado de emergencia (con toque de queda incluido) menguaron la protesta ni la violencia. La crisis en Chile no ha concluido aún, porque fue una sorpresa que pareció despertar de una larga siesta a la dirigencia del país trasandino.
En ese paisaje latinoamericano se realizarán las elecciones argentinas dentro de cuatro días. La Argentina tiene una situación macroeconómica mucho peor que la de Chile, que la tiene, más bien, muy equilibrada. La pujante economía de Chile, y esto también es cierto, no modificó la desigualdad en el acceso al bienestar. Chile logró casi erradicar la pobreza, pero la distancia es muy larga entre los sectores sociales muy ricos y la clase media baja, categoría en la que se encuentra la mayoría de la clase media chilena. Esa situación no fue modificada por tres mandatos socialistas (uno de Ricardo Lagos y dos de Michelle Bachelet), por dos democristianos (Patricio Aylwin y Eduardo Frei) y un mandato cumplido y otro en curso del actual presidente, Piñera.
La Argentina, que supo tener una inmensa clase media, sigue contando con sectores medios amplios, caracterizados por la ambición de progreso y por la sofisticación política. Sin embargo, en los años de democracia argentina ningún gobierno pudo frenar el deterioro de la situación social. Desde 1983, el promedio de la pobreza es del 30% (porcentaje que nunca antes se había registrado) y el de la inflación es del 60% anual en estos 36 años. Es un promedio; hubo años de elevadísima inflación y otros de casi inexistente aumento del costo de vida, como en tiempos de la convertibilidad.
La primera lección para los políticos argentinos de las últimas revueltas en Ecuador y Chile consiste en que no es momento de tensar los desacuerdos, aun cuando estamos a muy pocos días de las elecciones presidenciales. Por ejemplo, Alberto Fernández dijo ayer en un comentario sobre la crisis en Chile: "¿Somos conscientes los argentinos de lo que toleramos a Macri?".
Se refería a los aumentos de las tarifas de los servicios públicos. Fernández no puede ignorar que hasta 2015 el Estado se hizo cargo de subsidiar casi todos los servicios públicos, virtualmente gratuitos para toda la sociedad, pero sobre todo para los sectores más acomodados de la Capital y el Gran Buenos Aires. ¿Podían seguir las cosas así? Como nada es gratis en la vida, esos subsidios se pagaron con un aumento de la presión impositiva que ya es insoportable para los que trabajan o producen en blanco. ¿Propone Fernández que si existieran futuros aumentos de tarifas la gente salga a la calle para repetir las escenas de Chile? Debería tener más cuidado: ese consejo podría afectar una eventual presidencia suya. El candidato peronista no puede, por su historia personal y por su discurso, proponer tales cosas. Lo espolean seguramente las vísperas electorales. Es hora de que los políticos miren lo que sucede en países vecinos y callen o hagan gestos de reconciliación y grandeza.
La crisis de Chile despertó, además, una réplica pequeña, pero no menos violenta, en Buenos Aires, frente al consulado chileno. Sucedió primero una manifestación pacífica de chilenos radicados en la Argentina que iban a solidarizarse con sus compatriotas. Pero fueron superados por la furia y el fuego de personas con la cara cubierta que aparecieron de la nada o de cualquier parte. La organización y la destreza indican que son personas entrenadas para el vandalismo. Al grito de "la prensa burguesa no nos interesa" golpearon seriamente a varios camarógrafos (entre ellos, uno de LN+). ¿Son anarquistas? ¿Tienen alguna afinidad con partidos políticos? No hay respuestas definitivas porque ni siquiera el Gobierno tiene una sola posición.
La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, lo atribuyó a intereses políticos específicos, pero el gobierno de la ciudad la desmintió. En lo que todos coinciden es en que hay grupos violentos en condiciones de sorprender al Estado. Es decir: el Estado desconoce su existencia hasta que se encuentra con el asombro de la intimidación y el vandalismo. Otra razón para que los que suponen que continuarán gobernando o sucederán a los que gobiernan ahora elijan la prudencia en lugar de la exaltación.
El futuro gobierno, sea cual fuere, deberá tomar medidas necesariamente impopulares. La Argentina tendrá que debatir en adelante sobre el superávit de sus cuentas públicas, no sobre el porcentaje del déficit. Deberá pagar una abultada deuda que se acumuló durante muchos años, aun reprogramando los vencimientos con quita o sin ella, y carece de financiamiento externo.
¿El superávit deberá ser del 3% del PBI o del 4%? Esa es la reflexión de los economistas serios. Ahora, según el Gobierno, solo tiene de déficit las obligaciones de la deuda. Pero es déficit, al fin y al cabo. Solo podría morigerar los efectos de esos compromisos un rápido período de crecimiento del país. Tanto en la necesidad del superávit como en la de la reactivación económica luego de un largo período de estancamiento o recesión hay consenso entre los principales candidatos. La obligación que tienen, si son sinceros, es crear un clima propicio para los acuerdos que garanticen la paz social antes de que la protesta les paralice las manos.
La asignatura pendiente de América Latina es la desigualdad social. Desde México hasta el extremo austral de la Argentina y Chile. La riqueza está concentrada en muy pocas manos, y el bienestar, o una vida razonablemente tranquila, no se ha distribuido equitativamente en la sociedad. América Latina está considerada por las Naciones Unidas la zona con mayor desigualdad social del mundo. Ya en 2000 la entonces secretaria de Estado norteamericana Madeleine Albright, que desempeñó el cargo durante la presidencia de Bill Clinton, lanzó ante el Consejo de las Américas una advertencia fulminante: "La corrupción y la creciente desigualdad social son amenazas para la democracia en América Latina". Casi 20 años después, y si bien se mira el paisaje de América Latina, aquella advertencia es mucho más actual y dramática que entonces.
Por: Joaquín Morales Solá
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