17/10/2019
Karl Popper y la democracia
por Elena Valero Narváez
Hay una posibilidad cierta de que podamos ir camino a perder la democracia, un sistema por el cual, cuando funciona, nos podemos desprender de gobiernos dictatoriales por medio del voto. También cabe el peligro de que el sistema se suicide si las instituciones no tienen la fuerza suficiente para defenderla, fortalecerla, y hacerla perdurar.
Parece una exageración, pero no lo es. Basta con escuchar a la oposición para entender que se pretende reformar la Constitución, la reelección perpetua, colonizar la Justicia, y dejar atrás la división de poderes.
El Sócrates del siglo XX, Karl R. Popper, distingue bien la diferencia entre sociedad abierta y democracia, alerta sobre las consecuencias de perderlas. La sociedad abierta -explica- es una forma de vida social y los valores que tradicionalmente en ella se aprecian, como por ejemplo, la libertad, la tolerancia, la justicia, la libre búsqueda del conocimiento, el derecho del individuo a diseminar el saber, su libre elección de los valores y creencias y la búsqueda de su propio destino. Por Estado democrático, entiende, un conjunto de instituciones como la constitución, el derecho civil y penal, órganos legislativos, así como el gobierno y las leyes por medio de las cuales se eligen gobernantes, los tribunales de justicia, la administración pública, los órganos de sanidad pública, defensa y demás. La razón de esta distinción, señala, se encuentra en que la libertad humana y una sociedad libre de individuos, pueden considerarse valiosas en sí mismas.
El Estado democrático es el instrumento para que los ciudadanos libres puedan promover sus propios fines sociales y para hacer la sociedad tan libre como sea posible.
No debemos pensar -nos dice Popper- que en una sociedad abierta la libertad y la tolerancia son algo ilimitado, por ello no es posible tolerar toda clase de propaganda, o hechos, que aboguen por la intolerancia y la violencia. Una sociedad libre tratará de evitar que el “perdonavidas” amedrente a su vecino y en el Estado verá al responsable de garantizar el derecho de todos a ser protegidos frente a la intimidación y la coacción, no solo resultantes de quien ejerce el poder, sino también de aquellos otros que tratan de adueñarse de él, con el propósito de establecer una tiranía.
Si bien se le debe lealtad al Estado, por ser esencial para la existencia de una sociedad compleja, al mismo tiempo hay que vigilarlo, como también a quienes gobiernan, quienes, a menudo, exceden los límites de sus funciones específicas. Las instituciones de un Estado son poderosas y allí donde hay poder existe el peligro de que sea mal empleado.
Exagerar el tamaño del Estado, constituye un riego para la sociedad abierta; en términos políticos se encuentra siempre en una posición muy precaria , necesita de un Estado vigoroso que la proteja de agresiones internas o externas y al mismo tiempo, que no sea demasiado poderoso. Precisa de una suerte de equilibrio político, intrínsecamente inestable, por ello, al sistema de instituciones destinadas a lograrlo le llamamos “sistema de pesos y contrapesos”.
Popper patrocina la forma de gobierno democrático para salvaguardar la libertad, porque el freno y contrapeso del voto popular ha resultado ser la mejor de todas las instituciones, conocidas, para resolver nuestros problemas. Pero, aclara, la institución del voto de la mayoría no es lo mismo que “el gobierno del pueblo”, es evidente que quien lo hace es el gobierno. La gente solo puede hacer que éste, llegue o salga del poder. Entonces, democracia, es un método de control de quienes gobiernan por el voto de la mayoría. Funciona bastante bien, en una sociedad donde se valora la libertad y la tolerancia, pero no en una sociedad que descree de esos valores ya que contribuye a mantener la libertad, pero no, a crearla.
No se debería esperar demasiado del Estado o del gobierno, los funcionarios no son más sabios o mejores que otros hombres, son falibles y no pueden, como prometen, traer el paraíso a la tierra, sobre todo a través de medios políticos, como lo pretendieron Lenin, Stalin, Hitler, Mussolini y otros dictadores, también los gobernantes de populismos autoritarios.
Una de las falsas teorías de Marx, manifiesta Karl Popper, es la que señala que todas las formas de gobierno, sin excepción, son en esencia tiránicas siendo la única diferencia entre los gobiernos, quién gobierna a quién. En consecuencia, Marx creía, que la única pregunta de carácter político que tenía una importancia práctica era quienes debían ser los tiranos, si los capitalistas, o los trabajadores. Ello condujo a la “dictadura del proletariado” y a arrinconar todos los frenos y contrapesos, no tardando en llevar a la tiranía de un solo hombre, apoyado por una camarilla o “nueva clase”.
La sociedad abierta o libre, por la cual la mitad del país sale a la calle, es como la describe el gran filósofo, la mejor sociedad en términos morales que hemos conocido en la historia: abolimos la esclavitud, luchamos contra la pobreza en todo el mundo, somos más ricos que todas las sociedades que nos precedieron. Pero la razón principal que subraya para decir que es superior, consiste, en que es moralmente sobresaliente indicando que nunca antes, tantos, han estado dispuestos a hacer lo correcto y a aceptar las responsabilidades que de ello se derivan. Ello nos puede dar una esperanza en el futuro si no permitimos y excusamos al autoritarismo y al totalitarismo que han reintroducido la esclavitud, el terror preventivo, e incluso la tortura.
Finalmente, siempre siguiendo al filósofo liberal, el desarrollo económico occidental es el resultado de la creencia de que un hombre debe ser capaz de depender y de asumir la responsabilidad económica de sí mismo y de su familia, en lugar de depender de la dadivosidad del Estado. Este espíritu de independencia es una gran idea y ha conducido a un asombroso aumento de la libertad, tanto como al despertar moral e intelectual de muchos hombres. Debemos defender la sociedad abierta con los innumerables argumentos que poseemos, luego del fracaso del socialismo real en todo el mundo.
No hay dictadura buena, ni de izquierda ni de derecha, todas nos hacen perder la libertad de ejercer la crítica y la oposición. Solo la democracia, nos permite remediar los males sin violencia. Aunque no es la panacea y en nuestro país es débil, por falta de práctica, hay que fortalecer sus pilares, el sistema de partidos, la opinión pública institucionalizada y el mercado del voto, en vez de denostarla, como hace todo aprendiz de tirano.
En Argentina, los partidos políticos están desprestigiados porque desde hace muchos años, sus dirigentes, cuando llegan al poder, actúan de manera irresponsable, abandonan el rol de mediadores y facilitadores entre el Estado y la sociedad, dejando de absorber las demandas sociales y de llevarlas a los foros institucionales de discusión para que sean tratadas y resueltas de la mejor manera posible. Es por ello, que se produce el divorcio entre la dirigencia política y la sociedad, la cual deja de sentirse representada permitiendo que los grupos sectoriales aprovechen para tomar la posta y demandar beneficios imposibles de satisfacer a la vez. La experiencia histórica nos muestra que en Argentina, ello motivó situaciones explosivas y muchas veces ingobernables desde 1930, cuando comenzaron los golpes de Estado y los argentinos transitamos el peligroso camino que nos llevó a alejarnos de la democracia. El ejército quedó como el único capacitado para actuar a pedido de la sociedad y de los políticos, quienes se vieron superados por los conflictos que ellos mismos provocaron.
Octubre es un mes de definiciones: que no caigan las expectativas. Sí creemos que después del 27 no hay otro camino que la dictadura, la haremos posible, nadie aunque nos tienta, puede predecir el futuro por lo cual podemos contribuir a no generar esa situación. Hay que estar dispuesto, siempre, a no provocarla y a luchar contra ella apenas los hechos la insinúan.
Cualquier partido que consiga democráticamente llegar al poder, pero que conspire para abolir la democracia, ya sea por medios democráticos o de otro modo, debe ser combatido. La abolición de la democracia nos llevaría a una acción arbitraria y a la violencia. No tenemos que tolerar ni siquiera la amenaza de la intolerancia.
Muchos argentinos pretendemos de un político, que sea más consciente de lo que ignora, porque sobre él recae la responsabilidad más pesada. Esta responsabilidad lo debería conducir a una comprensión de sus limitaciones y, de este modo, a la modestia intelectual la cual, por estos lares, aparece poco. Quien gane las elecciones necesitará del sacrificio de todos, no es mucho pedir que las ideas que llevarán a las acciones destinadas a salir de esta crisis política, económica y de confianza sean, en lo posible, las mejores.
Elena Valero Narváez
Miembro de Número de la Academia Argentina de la Historia
Miembro del Instituto de Economía de la Academia de Ciencias. Morales y Políticas
Premio a la Libertad 2013 (Fundación Atlas)
Autora de “El Crepúsculo Argentino” (Ed Lumiere, 2006)
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