20 de octubre de 2019
Un peligroso caso de doble personalidad
Jorge Fernández Díaz
LA NACION
Ignora D'Hubert por qué Feraud porfía en el desafío, y ninguno de los dos recuerda muy bien la nimia razón que desató aquel encono íntimo que ha devenido batalla perpetua. La obra de Joseph Conrad se titula simplemente El duelo, y no puedo dejar de pensar en ella cada vez que alguien del mundo político me refiere la extraña tirria que se prodigan Alberto y Mauricio, un asunto que ha sido siempre más personal que ideológico, aunque ahora se encuentre revestido de coartadas racionales: ninguno de los dos es dogmático; son esencialmente pragmáticos y centristas. Pero se detestan con pasión.
La segunda nouvelle es aún más famosa y trata sobre un científico que mantiene una misteriosa asociación con un misántropo. Surgió de una pesadilla de Robert Louis Stevenson, que una noche pegaba gritos en el lecho hasta que su mujer lo zamarreó, muy preocupada. "¿Por qué me has despertado? -le dijo-. Estaba soñando un dulce cuento de terror". Ese sueño se convirtió en una breve narración de intriga alrededor de aquel científico de buenos modales, y también de aquel socio lleno de oscuros secretos que practicaba la crueldad. La misiva del epílogo de El extraño caso del doctor Jeckyll y el señor Hyde revela que se trata de una misma persona. Un prologuista lo definió así: "El hombre que autoriza vida autónoma a su propia parte negativa se expone al peligro de convertirse en víctima. Al principio el juego parece que está controlado y dirigido por la voluntad de quien lo conduce. Pero pronto Hyde escapa al control del que lo ha construido. La desventura del aprendiz de brujo es el riesgo de toda infracción a las leyes de la naturaleza". El científico, en efecto, había logrado con una fórmula química desdoblarse: no eran socios, eran dos versiones antitéticas de un mismo personaje; el hombre y la bestia que todos llevamos adentro. Esta parábola, traída a la política vernácula, preocupa al electorado independiente, pero también al peronismo. Una parte de la coalición kirchnerista se presenta como pacífica y moderada, y asegura que sofrenará a la otra, más salvaje, radicalizada y vengativa: a los enemigos, ni justicia; una "brisita bolivariana". ¿Quién mandará sobre quién?, se preguntan discretamente, y no sin cierta angustia, los eternos devotos justicialistas del macho alfa. El Día de la Lealtad, Carlos Verna llamó en La Pampa a tragarse muchos "sapos", y Alberto Fernández le gritó a la multitud de fieles: "Cristina y yo somos lo mismo". ¿Lo son? ¿Cómo acabará este inquietante experimento de doble personalidad? ¿Esta suerte de alianza ambigua y tirante entre una especie de neocafierismo y un chavismo alegre en busca de redención?
En el fondo de aquellas dos alegorías literarias late la palabra "odio". Que curiosamente sobrevuela el tablero de la política: algunos kirchneristas píos, feroces odiadores de antaño -ahora disfrazados con enternecedoras cofias de carmelitas descalzas-, denuncian ese sentimiento aborrecible y especular en sus propias víctimas, y sostienen que quienes contraargumentan sus discursos y mentiras, o denuncian sus maniobras turbias, lo hacen únicamente por dinero o por rencor: no cabe en su cabeza la mínima chance de que existan leales opositores, juristas, reporteros e intelectuales que los refuten con honestidad o los investiguen con sed de genuina justicia. A esto se añaden renovados opinadores del progresismo fofo y zigzagueante, convertidos en bruscos gendarmes ideológicos, que dan prematuramente por ganador al Frente de Todos y consideran cualquier crítica al kirchnerismo triunfante un intento de seguir cavando la grieta, notorio chantaje emocional y sutil invitación a la autocensura. Ya sabemos que el peronismo llama a la unidad nacional solo cuando puede servirse de ella. En su diccionario, unidad solamente quiere decir: todos juntos bajo mi mando. Es obvio que si Alberto Fernández se convierte finalmente en jefe de Estado rezaremos porque no falle: debe desarmar la bomba que dejó Cristina y que le explotó parcialmente a Macri mientras intentaba desactivarla. El kirchnerismo reclama que no los traten como ellos trataron a los "gorilas", a los "cipayos" y a los "vendepatrias". Y la verdad es que esos ocho millones de republicanos no deberían, llegado el caso, ceder a la tentación de imitar a los dirigentes y militantes kirchneristas. Que apostaron por el boicot, el helicóptero y la destitución; les negaron los atributos de mando a sus adversarios, caracterizaron al gobierno como una "dictadura", pasaron a la "resistencia" desde el interior de la administración pública, organizaron intifadas, e insultaron a viva voz en canchas y conciertos al presidente constitucional. La situación económica, ya sin el respaldo de las grandes potencias y con el terrible problema reputacional del cristinismo, es hoy mucho más delicada, y siempre resulta bueno recordar que todos vamos dentro de este barco averiado y azotado por tempestades apocalípticas. Eso no puede de ningún modo significar que se inhiban los señalamientos y se suspendan provisoriamente las convicciones, como desean con ansiedad los ingenuos y los pícaros de ocasión.
Constituiría, por ejemplo, un grave acto de complicidad no exponer la Operación Salvataje, que se ha pergeñado para demoler las causas del dinero sucio e indultar de hecho a los cuantiosos "presos políticos". Ese fabuloso pase de magia está sostenido, una vez más, por un increíble guion abogadil: los periodistas entronizaron y "blindaron" a Macri, y luego inventaron los hechos venales del kirchnerismo; Macri presionó a los jueces para que tomaran en serio esas falsas denuncias mediáticas; los jueces y los fiscales les entregaron información a los periodistas para que estos los justificaran, y los periodistas se dedicaron a ventilar los progresos judiciales para amortiguar el ajuste. Una Conadep del periodismo encaja perfectamente con este ridículo libreto, que intenta hacer desaparecer en el aire millones de folios con testimonios cruciales, arrepentimientos sonados, pruebas documentales e indicios vehementes. Listo: la escandalosa corrupción kirchnerista no ha tenido lugar, y ahora la prensa nacional debe sentarse en el banquillo de los acusados. Si Daniel Santoro no lo hizo por dinero, tal vez obedeció a "un interés de odio", como especuló Eduardo Valdés en el diario Perfil. Los servicios secretos cubanos son los creadores del concepto de "acción psicológica" que la Comisión Provincial por la Memoria convalida. Por ese camino, primero caerían los investigadores; luego habría en la Argentina delito de opinión.
Es que el doctor Jeckyll no solo se las tiene que ver con el ánimo jacobino y estrafalario del señor Hyde. También tiene que garantizarle libertad ambulatoria. Y debe hacerlo mientras tiende una mano, cierra heridas, promete concordias y emite señales tranquilizadoras a la sociedad y a los mercados. Es notorio que mientras él se esfuerza por cautivar a los sensatos y por negociar razonablemente con Washington, Wall Street y Bruselas, su doble trabaja día y noche para el regreso al poder absoluto del eje bolivariano en toda América Latina, acontecimiento geopolítico indispensable para profundizar aquí el proyecto nacional y popular. Por eso es que, a la hora de la verdad, siempre votan a favor del régimen sangriento de Venezuela y en consonancia con los mandarines impiadosos de La Habana. No se trata de odio, compañeros. Se trata de miedo. O al menos de aquella escabrosa emoción que Conrad capturó en El corazón de las tinieblas: "Producía una sensación de inquietud. ¡Eso era! Inquietud. No una desconfianza definida, solo inquietud".
Ignora D'Hubert por qué Feraud porfía en el desafío, y ninguno de los dos recuerda muy bien la nimia razón que desató aquel encono íntimo que ha devenido batalla perpetua. La obra de Joseph Conrad se titula simplemente El duelo, y no puedo dejar de pensar en ella cada vez que alguien del mundo político me refiere la extraña tirria que se prodigan Alberto y Mauricio, un asunto que ha sido siempre más personal que ideológico, aunque ahora se encuentre revestido de coartadas racionales: ninguno de los dos es dogmático; son esencialmente pragmáticos y centristas. Pero se detestan con pasión.
La segunda nouvelle es aún más famosa y trata sobre un científico que mantiene una misteriosa asociación con un misántropo. Surgió de una pesadilla de Robert Louis Stevenson, que una noche pegaba gritos en el lecho hasta que su mujer lo zamarreó, muy preocupada. "¿Por qué me has despertado? -le dijo-. Estaba soñando un dulce cuento de terror". Ese sueño se convirtió en una breve narración de intriga alrededor de aquel científico de buenos modales, y también de aquel socio lleno de oscuros secretos que practicaba la crueldad. La misiva del epílogo de El extraño caso del doctor Jeckyll y el señor Hyde revela que se trata de una misma persona. Un prologuista lo definió así: "El hombre que autoriza vida autónoma a su propia parte negativa se expone al peligro de convertirse en víctima. Al principio el juego parece que está controlado y dirigido por la voluntad de quien lo conduce. Pero pronto Hyde escapa al control del que lo ha construido. La desventura del aprendiz de brujo es el riesgo de toda infracción a las leyes de la naturaleza". El científico, en efecto, había logrado con una fórmula química desdoblarse: no eran socios, eran dos versiones antitéticas de un mismo personaje; el hombre y la bestia que todos llevamos adentro. Esta parábola, traída a la política vernácula, preocupa al electorado independiente, pero también al peronismo. Una parte de la coalición kirchnerista se presenta como pacífica y moderada, y asegura que sofrenará a la otra, más salvaje, radicalizada y vengativa: a los enemigos, ni justicia; una "brisita bolivariana". ¿Quién mandará sobre quién?, se preguntan discretamente, y no sin cierta angustia, los eternos devotos justicialistas del macho alfa. El Día de la Lealtad, Carlos Verna llamó en La Pampa a tragarse muchos "sapos", y Alberto Fernández le gritó a la multitud de fieles: "Cristina y yo somos lo mismo". ¿Lo son? ¿Cómo acabará este inquietante experimento de doble personalidad? ¿Esta suerte de alianza ambigua y tirante entre una especie de neocafierismo y un chavismo alegre en busca de redención?
En el fondo de aquellas dos alegorías literarias late la palabra "odio". Que curiosamente sobrevuela el tablero de la política: algunos kirchneristas píos, feroces odiadores de antaño -ahora disfrazados con enternecedoras cofias de carmelitas descalzas-, denuncian ese sentimiento aborrecible y especular en sus propias víctimas, y sostienen que quienes contraargumentan sus discursos y mentiras, o denuncian sus maniobras turbias, lo hacen únicamente por dinero o por rencor: no cabe en su cabeza la mínima chance de que existan leales opositores, juristas, reporteros e intelectuales que los refuten con honestidad o los investiguen con sed de genuina justicia. A esto se añaden renovados opinadores del progresismo fofo y zigzagueante, convertidos en bruscos gendarmes ideológicos, que dan prematuramente por ganador al Frente de Todos y consideran cualquier crítica al kirchnerismo triunfante un intento de seguir cavando la grieta, notorio chantaje emocional y sutil invitación a la autocensura. Ya sabemos que el peronismo llama a la unidad nacional solo cuando puede servirse de ella. En su diccionario, unidad solamente quiere decir: todos juntos bajo mi mando. Es obvio que si Alberto Fernández se convierte finalmente en jefe de Estado rezaremos porque no falle: debe desarmar la bomba que dejó Cristina y que le explotó parcialmente a Macri mientras intentaba desactivarla. El kirchnerismo reclama que no los traten como ellos trataron a los "gorilas", a los "cipayos" y a los "vendepatrias". Y la verdad es que esos ocho millones de republicanos no deberían, llegado el caso, ceder a la tentación de imitar a los dirigentes y militantes kirchneristas. Que apostaron por el boicot, el helicóptero y la destitución; les negaron los atributos de mando a sus adversarios, caracterizaron al gobierno como una "dictadura", pasaron a la "resistencia" desde el interior de la administración pública, organizaron intifadas, e insultaron a viva voz en canchas y conciertos al presidente constitucional. La situación económica, ya sin el respaldo de las grandes potencias y con el terrible problema reputacional del cristinismo, es hoy mucho más delicada, y siempre resulta bueno recordar que todos vamos dentro de este barco averiado y azotado por tempestades apocalípticas. Eso no puede de ningún modo significar que se inhiban los señalamientos y se suspendan provisoriamente las convicciones, como desean con ansiedad los ingenuos y los pícaros de ocasión.
Constituiría, por ejemplo, un grave acto de complicidad no exponer la Operación Salvataje, que se ha pergeñado para demoler las causas del dinero sucio e indultar de hecho a los cuantiosos "presos políticos". Ese fabuloso pase de magia está sostenido, una vez más, por un increíble guion abogadil: los periodistas entronizaron y "blindaron" a Macri, y luego inventaron los hechos venales del kirchnerismo; Macri presionó a los jueces para que tomaran en serio esas falsas denuncias mediáticas; los jueces y los fiscales les entregaron información a los periodistas para que estos los justificaran, y los periodistas se dedicaron a ventilar los progresos judiciales para amortiguar el ajuste. Una Conadep del periodismo encaja perfectamente con este ridículo libreto, que intenta hacer desaparecer en el aire millones de folios con testimonios cruciales, arrepentimientos sonados, pruebas documentales e indicios vehementes. Listo: la escandalosa corrupción kirchnerista no ha tenido lugar, y ahora la prensa nacional debe sentarse en el banquillo de los acusados. Si Daniel Santoro no lo hizo por dinero, tal vez obedeció a "un interés de odio", como especuló Eduardo Valdés en el diario Perfil. Los servicios secretos cubanos son los creadores del concepto de "acción psicológica" que la Comisión Provincial por la Memoria convalida. Por ese camino, primero caerían los investigadores; luego habría en la Argentina delito de opinión.
Es que el doctor Jeckyll no solo se las tiene que ver con el ánimo jacobino y estrafalario del señor Hyde. También tiene que garantizarle libertad ambulatoria. Y debe hacerlo mientras tiende una mano, cierra heridas, promete concordias y emite señales tranquilizadoras a la sociedad y a los mercados. Es notorio que mientras él se esfuerza por cautivar a los sensatos y por negociar razonablemente con Washington, Wall Street y Bruselas, su doble trabaja día y noche para el regreso al poder absoluto del eje bolivariano en toda América Latina, acontecimiento geopolítico indispensable para profundizar aquí el proyecto nacional y popular. Por eso es que, a la hora de la verdad, siempre votan a favor del régimen sangriento de Venezuela y en consonancia con los mandarines impiadosos de La Habana. No se trata de odio, compañeros. Se trata de miedo. O al menos de aquella escabrosa emoción que Conrad capturó en El corazón de las tinieblas: "Producía una sensación de inquietud. ¡Eso era! Inquietud. No una desconfianza definida, solo inquietud".
Por: Jorge Fernández Díaz
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