3 enero, 2020
Comienzo de año
Por Vicente Massot
“No es posible que a los empresarios haya que llevarlos a los latigazos”. La frase, escupida poco antes de que finalizara el año ya pasado, no salió de la boca de Cristina Kirchner o de alguno de los muchos integrantes de su entorno que todavía parecen soñar con una revolución socialista. Tampoco de Juan Grabois, el más locuaz de los líderes piqueteros, siempre deseoso de escandalizar y meter miedo con sus comentarios populistas. El exabrupto se debió —nada menos— que al presidente de la Nación, el mismo que no pierde oportunidad de decirnos que él viene a “cerrar la grieta” pero que, a la primera de cambios, pierde la compostura y se deja llevar por su iracundia. Nada que no hayamos visto antes y que nos quite el sueño, aunque sirve para saber que sus llamados a portarnos bien y sus encendidas promesas de moderación forman parte de un discurso; nada más. Mientras las cosas se dan a pedir de boca, prima el funcionario cordial. Cuando, en cambio, algo desentona con su programa, aparece el prepotente sin filtro.
Las medidas de toda índole que han sido puestas en práctica pueden prosperar en tanto y en cuanto las dos cámaras del Congreso acepten los dictados del Poder Ejecutivo —cosa que, por ahora, está asegurada en atención a la facilidad con la cual el bloque de Lavagna y otros de similar calado negocian sus votos— y que los mercados y actores económicos de la sociedad civil acompañen al gobierno más allá de si comparten o no sus puntos de vista. La administración kirchnerista considera que, en medio de una emergencia así y dado que el sector privado debe llevar la parte más dura del ajuste, disentir convierte en adversarios o —aun más grave— en enemigos a sus críticos. La reacción presidencial no ha sido muy distinta de la que trasparentó el gobernador bonaerense al momento de naufragar en el Senado provincial su plan de votar una ley impositiva que, a juicio de todos los representantes de la oposición, era abusiva.
Así como en el año 2007 fueron legión los que consideraron que con la mujer de Néstor Kirchner en Balcarce 50 se respiraría un aire más puro y que la reconstitución institucional estaba a la vuelta de la esquina, ahora buena parte de los supuestos entendidos —que se equivocaron entonces de medio a medio— se empeñan en diferenciar al presidente de su vice. En la pintura que nos muestran, aquél es retratado calmo, paciente, conciliador y ajeno a cualquier posición extremista. Ésta, inversamente, es la mala de la película. Las expresiones de deseos o las fantasías no son útiles para el análisis político. Alberto y Cristina no son diferentes en razón de sus pujos autoritarios —que, de acuerdo a tales presunciones, serían monopolio de la dama y brillarían por su ausencia en el caballero— sino en virtud de que ambos desean ser jefes en plenitud y no a medias. Si eso de “los latigazos” lo hubiera expresado ella, se habría generado un batifondo de proporciones. Como el responsable es él, poco faltó para que lo disculpasen con el argumento de que se fue de boca sin querer.
Congelar tarifas; enmendarle la plana al mandamás de YPF, obligándolo a dar marcha atrás con el aumento del precio de las naftas; cargar con impuestos a “los que mejor están”; cristalizar los precios y salarios y negarnos el derecho a los argentinos de ahorrar en dólares, como si fuese un pecado capital, son atribuciones del presidente que tal vez no violen la Constitución. De ahí a suponer que deban ser acatadas sin discusión porque el gobierno encontró “tierra arrasada” y la culpa de tamaño desbarajuste es responsabilidad del macrismo, hay una diferencia importante. Alberto Fernández y Axel Kicillof acaban de demostrar una dosis de intemperancia que no por conocida deja de resultar preocupante. Si a esta altura del partido —cuando no ha transcurrido siquiera un mes desde su asunción— se comportan así, que no harían más adelante.
Conviene entender que las posibilidades de que unas medidas económicas como las puestas en marcha funcionen son escasas, a menos que se conviertan en un plan sustentable. Toda la batería de políticas intervencionistas está a la vista. Imaginación no ha habido ninguna por parte de los economistas que rodean al presidente. Si esto es todo lo que se les ha ocurrido, no era menester que un scholar de la Universidad de Columbia se hiciera cargo del Ministerio de Hacienda. Poco y nada han innovado respecto de anteriores libretos de carácter estatista. El finado Jose Ber Gelbard, en su tumba, debe estar encantado de hallar alumnos tan aplicados, casi medio siglo después del lanzamiento del Pacto Social que tuvo resultados catastróficos en 1973. Al equipo económico —supuesto que lo sea— no se le ha caído una idea nueva de la cabeza. Ha ido a buscar al manual populista un libreto y lo ha encontrado con relativa facilidad. El problema es que funcione, más allá de los primeros meses.
En un programa radial el presidente dijo, el pasado dia lunes, que había que tener paciencia hasta el 31 de marzo, fecha en la que sabríamos dónde estamos parados. Como es literalmente imposible que en sólo 90 días haya resultados saludables en punto a la inflación, la actividad económica o la pobreza, su anticipo parece vinculado a la negociación con el Fondo Monetario Internacional y los tenedores de bonos con jurisdicción extranjera. Sería un milagro que en tres meses se llegase a un acuerdo con esos interlocutores, pero —si acaso se concretase— la actual administración se anotaría un triunfo estratégico impensado. Como hemos repetido tantas veces desde el triunfo de Frente de Todos en las internas abiertas (PASO), el kirchnerismo ganará la partida o será derrotado en el campo de la economía. Y una condición necesaria para salir airoso es resolver el tema de la deuda.
En otro orden de cosas, avanza a velocidad crucero la multiplicación de los juzgados federales que el presidente anunció, sin más precisiones, en el Congreso de la Nación el día que prestó juramento. En el discurso inaugural esa resultó una de las cuestiones de
mayor peso que planteó. La idea no es nueva. En realidad quien intentó ponerla en práctica en el año 2003, como flamante ministro de justicia de Néstor Kirchner, fue Gustavo Béliz. Ahora, la necesidad de recortar el poder de los jueces afincados en Comodoro Py hizo que la iniciativa vuelva a escena con fuerza arrolladora.
No sería de extrañar que en el curso de los próximos meses los magistrados federales sean 24 ó más. De la misma manera que, en el supuesto caso de que la negociación con el Fondo tenga éxito, otra vieja aspiración de Alberto Fernández —pero no solamente de él, claro— recibirá luz verde: la ampliación de la Corte Suprema. Si los movimientos en torno de la Justicia tienen por objeto poner bajo un paraguas de protección a Cristina Fernandez y a sus dos hijos, es cuestión abierta a debate. El nombramiento de Daniel Rafecas como Procurador del Tesoro, de tres representantes del kirchnerismo duro en el Consejo de la Magistratura y la reconsideración de los pliegos de unos 150 candidatos a jueces —que tenían la media palabra dada del oficialismo macrista y de la bancada populista antes de las elecciones— son otras tantas medidas que suscitan suspicacias. Sería tan gratuito atribuirlas a las necesidades imperiosas de la ex–presidente de quedar libre de culpa y cargo, como desestimar a priori una motivación que —al margen de la reforma de la justicia— tenga el propósito de beneficiarla.
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