sábado, 14 de noviembre de 2015

La campaña sucia del final



LA COLUMNA DE LA SEMANA

La campaña sucia del final

Por Luis Domenianni

                Existen dos ángulos desde donde analizar el modelo de campaña elegido por el gobierno K y su candidato, Daniel Scioli: el fáctico y el ético.

                Por el primero, se juzga el resultado obtenido. Por el segundo, se juzga la legitimidad del método empleado.

                Según el primero, el fin justifica los medios. Según el segundo, el fin no justifica los medios.

                Ni Scioli, ni Cristina Kirchner se detienen demasiado –en realidad, ni se detienen- a reflexionar sobre la cuestión. Eligieron nomás producidos los resultados de la primera vuelta de la elección presidencial que los dejaron en posición de dudosa posibilidad de retener el poder.

                Si alguna vez el imperativo anti moral fue “vamos por todo”, ahora fue reemplazado por un “vamos como sea”, que no dista mucho de convertirse en un “sálvese quien pueda”.

                Una funcionaria de un gobierno municipal, K por supuesto, decía hace pocos días atrás “vamos a hacer todo lo necesario para que Scioli gane”. Merece, al menos dos traducciones.

                La primera indica que “Scioli gane” significa “continuemos con el populismo” que, fundamentalmente nos permite continuar en el poder y gozar de sus “mieles” poco santas. La segunda, “vamos a hacer todo lo posible”, en lenguaje K, significa que recurriremos a lo que sea para ganar.

                Recurrir a lo que sea iguala mentir con decir la verdad, tergiversar con ser francos, manipular con ser sinceros, difamar con informar, investigar con espiar, utilizar los fondos del Estado como si fuesen propios, inculcar miedos y odios, enemistar a los amigos, dividir a las familias, tornar al país en irreconciliable.

Lo ético, uno

                Un estado se compone de territorio, población y un cuerpo normativo aplicable en ese territorio.

                Presupone algún modelo de pacto –impuesto o acordado- que concibe la vida en común de quienes abarca. A dicho pacto corresponde una forma de gobierno que varía según las circunstancias, al compás de las variaciones del pacto originario.
                En general, no se trata de modelos de pactos elegidos al azar. Coinciden con la evolución económica de las sociedades.

                Así, en la época prehistórica de la caza, la pesca y la recolección de frutos silvestres, el modelo de organización fue la tribu. Un modelo que se prolongó hasta fines del siglo XIX en las sociedades menos evolucionadas.

                Luego, con el advenimiento de la agricultura y la necesidad de un sedentarismo extendido, el modelo fue el feudalismo. Un pacto defensivo entre señor y vasallo a cambio de un tributo en dinero o en especie.

                Con la revolución industrial, el pacto que se abrió paso fue el de la democracia. Un hombre, un voto, fue el correlato de un trabajador, un salario.
                Sobrevinieron ensayos –todos ellos trágicos- que pretendieron suplantar el pacto democrático por modelos de superioridad racial o de lucha de clases. Nada de eso sobrevivió. Aunque, el triunfo de la democracia costó millones de muertos en todas partes del mundo.

                Son pocos, aunque alguno fuerte, los países que niegan la democracia, aquellos donde el ciudadano no vota o solo puede votar por candidatos que el poder le ofrece. China, Vietnam, Laos y Cuba, del lado comunista; las monarquías petroleras del Golfo Pérsico, con distinto grado de absolutismo en cada una de ellas, totalizan la cuenta, desde la vereda de enfrente.

                En el resto del mundo, con la excepción de los denominados estados fallidos como Libia, Somalia y Sudán del Sur o al borde de la quiebra como Siria, la democracia funciona, solo que se la entiende y se la define de dos maneras opuestas.

                Para algunos, la democracia se limita al ejercicio del voto por parte de quienes están en condiciones de hacerlo. Para los otros, se trata de una escala de valores sin cuyo cumplimiento, o con un cumplimiento parcial, la democracia involuciona hacia el autoritarismo.

                Los primeros pueden ser abarcados en un conjunto denominado democracias populistas. Los segundos, en otro apelado democracias republicanas, aun cuando, en muchos casos se trata de monarquías parlamentarias.

Para los primeros -Argentina con gobierno K, Venezuela chavista, por solo citar dos ejemplos conocidos- la población libra un cheque en blanco al ganador de la elección presidencial. No solo no le fija límites, sino que lo autoriza a saltar por encima de los que establece la ley.

Lo ético, dos     

Así se tergiversa la historia con el relato; se niega la realidad con la “sensación de inseguridad” o con la adulteración –o el ocultamiento- de las estadísticas; se ataca al Poder Judicial –y se lo intenta copar- para asegurar la impunidad; se pretende imponer un “pensamiento único” con el embate sobre los medios de comunicación independientes.

                Es la democracia populista –también llamada plebiscitaria- que deriva inevitablemente en el autoritarismo al que solo pone freno la propia dinámica electoral si no están dadas las condiciones para el fraude.

                Ejemplo de ello es el “vamos por todo” tras el 54 por ciento de la elección de Cristina Kirchner en el 2011. Un “vamos por todo” que quedó abortado cuando la derrota electoral K en las elecciones legislativas del 2013 con la definitiva imposibilidad de la reelección de Cristina Kirchner. Es decir con la imposibilidad de dar un paso mayor hacia el autoritarismo.

                La elección del 2015 es el correlato lógico de la del 2013. Aquella advertencia no fue tenida en cuenta y este es el resultado. Era el momento de cambiar, no el de profundizar, pero eso ya pertenece al ángulo de lo fáctico.

                En la democracia populista, el fin –el poder- justifica los medios. Ninguna extrañeza corresponde pues al modelo de campaña elegido. Lo uno va de la mano de lo otro. Y no podía ser de otra manera.

                Era inimaginable la prescindencia de la presidente de la República –aunque ella prefiere, por algo será, hacerse llamar por la locutora oficial como presidente de los cuarenta millones de argentinos y argentinas”-; era impensable un esquema de campaña “caballeresco” y era absolutamente imposible que el “moderado” Daniel Scioli no formase parte de lo que se conoce como la “campaña sucia”.

                ¿Es Scioli una víctima? De ninguna manera. Es el especulador que pretende que los demás se ensucien para emerger impecable. Es el pésimo gobernador que perdió la provincia de Buenos Aires, aunque intente adjudicarle esa pérdida al impresentable Aníbal Fernández, la diferencia entre uno y otro en territorio bonaerense fue de solo dos puntos.

                Es el acomodaticio que en los setenta apoyó a Videla, en los ochenta votó a Alfonsín, en los noventa fue neoliberal con Menem y en los 2000 se hizo pseudo revolucionario con los populistas Kirchner

                Creyó que la “viveza”, léase la falta de escrúpulos, le alcanzaba para todo. Inclusive para llegar a la presidencia del país, a través de los votos kirchneristas, a los que el sumaría un poco, muy poco, y con eso resultaría suficiente.

                De allí la genuflexión permanente a lo largo de 12 años en los que fue echado de la Casa de Gobierno y reprendido en público por los dos integrantes del matrimonio presidencial en distintas ocasiones.

                De allí que aceptó no defender los intereses de la provincia que, día a día, vio mermados –durante su gobierno- sus ingresos. Prefirió a cambio someter a una presión impositiva nunca vista a los bonaerenses con tal de continuar con una campaña publicitaria que tiño de naranja el territorio provincial.

                Fue tal su intento de aprovecharse de los votos K que solo se quedó con ellos, sometido por completo a los dictados de Cristina Kirchner a quién pensaba, sin dudas, traicionar una vez llegado al gobierno.

                No es importante la campaña sucia en sí misma. Pero es fundamental para conocer la catadura moral de quién se enfrasca en ella. Porque campaña sucia y hombría de bien, son opuestos.

Lo fáctico

                En la lógica del fin que justifica los medios, la campaña sucia debe aún superar un examen, el del resultado electoral del próximo 22 de noviembre.

                Sencillo, si gana Scioli, la campaña sucia habrá rendido frutos. Caso contrario, posibilitará una nueva evolución del electorado que comenzó en el 2013 y está a punto de concluir.

                Fácil resulta deducir, siempre y solo desde lo fáctico, que cuando se la emplea, se recurre a ella es porque los resultados previos aparecen como desastrosos.

                Difícil es imaginar lo contrario. Es impensable echar mano de ella, si las predicciones fuesen favorables. En 2011, con encuestas favorables, Cristina Kirchner, no solo no hizo campaña sucia, sino que, directamente, no hizo campaña.

                Ahora ocurre todo lo contrario. Las encuestas afirman –también las encuestas se equivocan- un triunfo de Mauricio Macri con un promedio de entre 6 y 8 puntos de ventaja.

                Pero, más allá de las encuestas y sus no muy confiables predicciones, es la sensación de retirada y de derrota la que prevalece en el seno del propio oficialismo.

                No otra cosa es el apresuramiento para aprobar leyes y, sobre todo, para nombrar personal en distintas áreas de gobierno y, en particular, en el Poder Judicial para asegurar impunidad, esto último independientemente del resultado electoral. Es un “intentamos copar todo cuanto podamos, antes del 22 de noviembre”.

                Y junto a la sensación de retirada y de derrota está el mar de fondo en el seno mismo del oficialismo. Es que el Frente para la Victoria tiene los días contados y todos lo saben.

                Los ultra K serán, de acá en más, el kirchnerismo a secas con una columna vertebral en lo que quede de La Cámpora. De su lado, el peronismo se hará fuerte en los gobernadores de provincia y buscará un referente nacional que motivará una lucha interna  posiblemente civilizada y democrática, sin la presencia K.

                De allí que la campaña sucia se tornará en un “boomerang” contra Scioli. 

Primero, porque el peronismo no hace sino tomar distancia de ella, como lo hace cada vez que se le presenta la oportunidad, el gobernador salteño –y candidato a referente futuro- Juan Manuel Urtubey.

                Segundo porque Cristina Kirchner la profundiza en el interés de una derrota de Scioli sobre quien hará recaer todas las culpas, “por no defender lo suficientemente el modelo”. Como dijo el “carnicero” Alberto Samid: “cada vez que Cristina habla perdemos 700 mil votos”.

                Scioli no sembró vientos, pero desplegó las velas para recorrer distancias gracias a los vientos que otros sembraban, ahora, como los que los sembraron, recoge tempestades.

                Su intención de aprovecharse de los demás y de confundir a los restantes parece llevarlo derechito a convertirse en el mariscal de la peor derrota de la historia del peronismo. Su futuro político está a solo dos semanas de terminar de la peor manera posible.

                Habrá llegado, entonces, el momento de evaluar la triste conjunción entre campaña sucia y derrota electoral.

Cambiemos

                Campaña tranquila, si las hay, es la campaña de Cambiemos. En parte, porque encuestas, percepciones y multiplicación de señales de derrota del otro lado, así lo recomiendan. Y en parte, porque nunca estuvo en los planes de ningún sector opositor hacer campaña sucia. Ni Macri, ni los restantes ex contendientes.

                Nadie usó la muerte del fiscal Nisman, nadie usó a su familia, ni a los Qom, de la misma manera en que los K manipularon –con el “curro” de los derechos humanos, no con los derechos humanos- a las Madres de Plaza de Mayo con Sueños Compartidos o a las abuelas con los conchabos para la familia Carlotto.

                Hoy, Cambiemos posterga todo tipo de definición hasta después del 22 de noviembre. En particular aquellas que tienen que ver con el armado de los gabinetes ministeriales de la Nación, de la Provincia de Buenos Aires y de la Ciudad de Buenos Aires.
                En el caso de la Nación, por dos razones. Primero, porque no se ganó y por lo tanto no se debe “quemar” nombres y, en segundo término, porque el no anticipo de los nombres se convirtió, por “contrario sensu”, en una demostración de fortaleza.

                Fueron Scioli, y en alguna medida Sergio Massa, quienes dieron a conocer los nombres de sus eventuales ministros como un intento de conseguir más apoyo. Macri decidió no utilizar el mismo recurso.

                Pero además porque Cambiemos se verá en la necesidad de “multiplicar” funcionarios. De un gabinete, ciudad de Buenos Aires, ya deberá crear otro en la provincia de Buenos Aires. Y, si gana la Nación, será el turno del tercero que pasará a ser el más importante.

                Obviamente, la prioridad es, llegado el caso, la Nación. María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta deberán conformarse con el resto.


                Y el resto quedará conformado con las promociones de funcionarios de segundo nivel de la ciudad de Buenos Aires, con nombres que acerquen empresas y ONG, y con los cuadros del radicalismo y, en menor medida, de los restantes aliados de Cambiemos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario