sábado, 12 de septiembre de 2015

Los políticos no creen en la educación



Viernes 11 de septiembre de 2015 | Publicado en
 edición impresa



Por  |  Para LA NACION



¿Alcanza realmente con poner el foco exclusivamente en la docencia para transformar la apetencia educativa de una sociedad y así lograr que los chicos de primaria y secundaria aprendan en serio? Mi idea es que no.

El problema es que un nuevo fetiche se ha instalado en el debate educativo. Se trata del fetiche del buen maestro, a quienes especialistas y dirigentes en todas partes del globo y también en la Argentina insisten hoy en atribuirle un poder casi mágico y único: el de sacar de la crisis educativa a sociedades enteras.
¿Es posible que semejante responsabilidad recaiga tan sólo en una profesión, la de los maestros en este caso? ¿Alcanza únicamente con pulsar la cuerda del buen maestro, mejorar su formación y motivarlo de mil maneras para revertir una crisis educativa que, al menos en la Argentina, lleva décadas? Lo dudo: la respuesta no es tan mecánica.
Les estamos pidiendo demasiado a los docentes. Poco y nada pueden hacer por sí solos en una sociedad como la argentina, cuya clase dirigente no cree profundamente en la educación como un factor de poder y donde el debate educativo no parece conmover ni a candidatos ni a votantes.
En el fondo, se trata de responder a una pregunta más profunda: ¿de dónde surgen las ideas rectoras de una época capaces de instalar ámbitos propicios para mejorar la sociedad? El nacimiento de nuevos valores tiene orígenes múltiples en una comunidad dispersa en redes como la actual. Pero está claro que a la clase política le toca siempre uno de los roles centrales en la consolidación de esquemas de valores. Y en materia educativa, la clase política argentina no está asumiendo su rol.
Vale la pena aclararlo: hay mucho de cierto en el poder que tiene un buen maestro a la hora de la mejora educativa, y estadísticas de todo tipo de otros sistemas educativos lo demuestran. Maestros de calidad trabajando en equipo son la variable clave, dentro de la escuela, para lograr la mejora de los aprendizajes. Es un hecho.
Sarmiento ya sabía del poder encerrado en un buen maestro cuando decidió transplatar maestras de Estados Unidos para profesionalizar las aulas de la educación pública. Dejo de lado aquí el debate sobre la veta "extranjerizante" en la idea de excelencia docente que tenía Sarmiento. Me interesa, en cambio, subrayar su fe en la influencia potente que podía emanar de los docentes.
¿Por qué entonces dudar de la estrategia que pone el foco casi exclusivamente en el poder transformador de los maestros? Porque hay otro dato central: también está demostrado que el contexto social y los valores que dominan en un momento determinado condicionan el éxito concreto de las políticas educativas que se implementan. Y lo que falta en el contexto argentino es, insisto, el interés real de la clase política en el tema educativo.
Eso fue, en cambio, lo que efectivamente marcó el pasado sarmientino y hoy domina en el presente de otros países donde las políticas docentes sí logran mostrar efectos positivos.
Para la generación de Sarmiento, de Mitre y Avellaneda, la educación pública no fue un asunto meramente cosmético. Fue una herramienta de poder, de construcción política de la Argentina con la que soñaban. Y el "normalismo", ese proyecto pedagógico de creación de escuelas para formar maestros, fue parte de la voluntad política de cohesionar la sociedad detrás de los valores en los que creían los grupos dirigentes. Insisto: más allá de los cuestionamientos al modelo de país de esos sectores, el punto más interesante es la función política central atribuida a la educación.
La Argentina actual es distinta. Me atrevo a decirlo: no hay dirigente político hoy que crea que la educación es un factor real de poder que sirva, además, para ganar elecciones. La educación, en cambio, se le presenta a la clase dirigente como letra para el discurso de lo políticamente correcto o como un tema "blando", de especialistas en educación sin poder real. Nunca como una oportunidad para la disputa de poder en serio.
Es difícil hoy imaginar un político con ambiciones que acepte ser, por ejemplo, ministro de Educación después de haber sido presidente de la república. Ese sí fue el caso de Mitre, que después de ser presidente, fue el ministro de Justicia e Instrucción Pública en la presidencia de Sarmiento, que lo sucedió en el gobierno. O del mismo Sarmiento, que más adelante aceptó el cargo de superintendente de Escuelas durante la presidencia de Roca. Para el político de hoy el mundo educativo equivaldría al ostracismo.
La clase política argentina ya no comprende la potencia constructora de la educación. O elige no comprenderla. Aún cuando haya políticas educativas valiosas, el tema educativo es lateral.
Este panorama puede rastrearse en todo el arco político. Los candidatos presidenciales que lideran las encuestas le escapan a la cuestión educativa. O esquivan los debates o, cuando se deciden a hablar de educación, lo hacen con consignas de marketing. Ahí están, por caso, los veinte aforismo educativos que Mauricio Macri lanzó hace poco bajo el lema "La educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo". La educación reducida a retórica sensible de campaña.
Sin embargo, el silencio es la estrategia más sostenida. Desde la provincia de Buenos Aires, el sciolismo ha dado estrictas indicaciones a Nora De Lucía, la responsable de la educación en esa provincia, de mantener un perfil más que bajo. Subterráneo, diría.
Desde fines de 2014, el Consejo Federal de Educación, un órgano en el que los ministros de Educación de todas las provincias argentinas, CABA y de la Nación, consensúan aspectos claves de la educación, se convirtió más bien en un espacio de acuerdo para esquivar estadísticas educativas adversas, que pesan sobre todas las gestiones educativas. No hay que dejar a nadie expuesto en un año electoral.
Y aunque los diagnósticos de los especialistas coinciden, por ejemplo, en que la existencia de más de mil institutos terciarios de formación docente hace imposible controlar la calidad de los maestros egresados, la clase política no se muestra dispuesta a tocar los intereses que hay detrás de cada centro privado, en manos de sindicatos, de la Iglesia y muchas veces, surgidos como fruto de favores que el poder político provincial concede a los intendentes.
Por eso insisto: es cierto, a los docentes argentinos también les toca cumplir con su parte en la mejora de la educación argentina. Pero decirnos que podrán hacerlo solos, sin poder real, en un contexto adverso que no privilegia lo educativo, es llamarnos al engaño y a una nueva frustración.
Países como Chile, Brasil, México o Colombia están transformando sus realidades educativas instalando polémicas enriquecedoras sobre educación de la mano de sus clases dirigentes, que debaten sin parar sobre educación como si en ese tema se les jugara la vida. O su destino político.
Esa foto no parece ser la del presente argentino. Todavía seguimos a la espera de un grupo dirigente que efectivamente instale, o encarne, el valor educación. Para que entonces sí las políticas educativas puntuales logren su cometido.

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