Jueves 12 de febrero de 2015
Por Vicente Massot
Conforme transcurra el tiempo y las dudas respecto de la muerte de Alberto Nisman sigan acumulándose sin solución de continuidad es lógico que lo verosímil, en el mejor de los casos, o los chimentos lisos y llanos, en el peor, invadan sin pedir permiso el campo de las pruebas…
Por eso no es de extrañar la cantidad de
versiones que han comenzado a circular no sólo en los mentideros políticos sino
en todos los rincones del país. Las hay, por supuesto, creíbles y las hay
también disparatas según el cristal con el que se las mire. La de mayor calado
—por su gravedad y por los personajes que involucra— la echó a correr uno de los
hombres mejor informados de la Argentina, Jorge Asís, y la repitió en su última
columna dominical el periodista de La Nación, Joaquín Morales Solá.
Quienes la cuentan sin pelos en la lengua dicen
que, antes de conocerse el paso que iba a dar Nisman —cuando las preocupaciones
de la Casa Rosada estaban centradas en la supuesta intención del juez Bonadío de
llamar a indagatoria a Máximo Kirchner— una rabiosa Cristina Fernández le habría
dicho a su todavía jefe de Inteligencia, Francisco Larcher, que debía deshacerse
de ese magistrado. Como el funcionario en cuestión le preguntara a la presidente
a qué se refería, la viuda de Kirchner habría insinuado o, directamente, pedido
la cabeza del juez. Siguiendo con esa versión, Paco Larcher entonces habría
exigido para cumplir la tarea una orden por escrito, que nunca recibió. Días
después era despedido de la Secretaría de Inteligencia y reemplazado por Oscar
Parrilli.
¿Es capaz Cristina Kirchner de mandar matar a un
enemigo? La pregunta hubiese carecido de todo sentido hasta el 18 de enero
pasado. Después de que se encontrara a Nisman con una bala en la cabeza, un día
antes de presentarse en el Congreso de la Nación para explicar las razones en
virtud de las cuales creía que la presidente, el canciller y otros funcionarios
menores de la actual administración eran responsables de un encubrimiento en el
caso AMIA, en combinación con Irán, la pregunta no está falta de fundamento. Al
menos para aquellos que consideran que lo del fiscal no fue un suicidio y que,
despedida la vieja cúpula de la ex–SIDE, un grupo operativo paragubernamental
cumplió órdenes y eliminó a Nisman.
A muchos lo expuesto puede parecerles un
disparate sonoro. Pero hay gente, de no poca importancia, que lo cree. A tal
grado hemos llegado en este clima de crispación y odio que separa al
kirchnerismo del antikirchnerismo. Cuanto delatan estas versiones y toda una
serie de especulaciones concernientes a lo que, en su retirada, podría estar
decidida a hacer —sin reparar en medios— la presidente, es la imposibilidad de
gestar una transición ordenada —o si se prefiere, civilizada— de aquí a
diciembre. Cualquier búsqueda de un acuerdo, aunque fuese mínimo, a los efectos
de atemperar los rigores del enfrentamiento antedicho resulta hoy
impensable.
En el tiempo que falta hasta el fin del mandato
de Cristina Fernández todo será posible en nuestro país. Con la particular
coincidencia que, si acaso hubiese otro muerto de peso, la sombra de la
violencia política clandestina —que parecía sepultada— volvería a recortarse en
el horizonte con toda su carga ominosa. No hay pizca de exageración en lo
escrito antes. No es una parrafada lanzada de manera irresponsable o una teoría
que no resista el análisis. Sólo imaginemos qué pasaría si mañana nos
enteráramos de que Claudio Bonadio o Ariel Lijo han sido objeto de un atentado
similar al que le costó la vida a Nisman. Ya recibieron amenazas y, en atención
a lo que ocurrió en el edifico Le Parc hace menos de un mes, convendría
otorgarle crédito a este tipo de mensajes.
Para decirlo de otra manera o quizá darle al tema
una nueva vuelta de tuerca: si Nisman se hubiese suicidado, las especulaciones
predichas pecarían de abstractas y no harían pie en la realidad; pero si en
lugar del suicidio la cuestión se analiza con base en un asesinato, entonces no
sólo los jueces antes mencionados pasan a ser blancos de un posible atentado
sino cualquiera que haya estado al tanto —y, en consecuencia, conozca— secretos
comprometedores para la presidente. Amado Boudou y Lázaro Báez —por citar dos
ejemplos emblemáticos— entrarían en la misma categoría de Bonadío y de Lijo.
La gravedad radica en dos factores de distinta
índole aunque relacionados a esta altura del proceso: por un lado, el que nunca
se sabrá a ciencia cierta cuál de las hipótesis es la verdadera; por el otro,
que para muchos es verosímil la teoría del crimen. Con lo cual, aún si las
conclusiones a las que tarde o temprano arribe la fiscal convalidasen la muerte
por mano propia, igual no terminarían nunca de convencer a quienes dan por
descontado que a Nisman alguien lo eliminó; y no por razones económicas o
pasionales, precisamente.
El gobierno, en sus desesperación de ponerle coto
al escándalo que lo envuelve y tratar de situar el peso de la acusación lejos de
sí, ha intentado —de momento de manera infructuosa— dirigir las culpas en
dirección de Diego Lagomarsino y ahora, en mucho mayor medida, ha cargado en
contra de Jaime Stiuso. Ello al mismo tiempo que no ha ahorrado munición a la
hora de desacreditar la acusación de Nisman. Basta leer y escuchar a sus
principales valedores mediáticos, Horacio Verbitsky y Aníbal Fernández, para
darse cuenta de ello.
El libreto del kirchnerismo, esbozado y puesto en
práctica a horas apenas del magnicidio, no termina de convencer por varios
motivos. Es cierto que la transcripción de las tres o cuatro escuchas
desgravadas que han salido a la luz, e involucran a D’Elía y a Esteche, no
parecen suficientes para arrastrar a la presidente y a su canciller. También lo
es que, según los trascendidos, hay cientos de grabaciones adicionales que
todavía no se han desclasificado, por decirlo de alguna forma. ¿Y si también
Cristina Fernández y Héctor Timerman hubiesen sido objeto de pinchaduras y
estuviesen comprometidos?
En otro orden, abalanzarse sobre Lagomarsino y Stiuso
es poco serio. No porque no tengan nada para decir. Seguramente el segundo mucho
más que el primero de los nombrados, si abre la boca y cuenta todo lo que sabe,
a más de un funcionario gubernamental, le correría un frío gélido por la
espalda. Pero de ahí a insinuar siquiera que pudiese tener alguna razón para
matar a Nisman, hay un abismo.
Pasada la conmoción inicial de la muerte de
Nisman y dada la enorme repercusión que el caso ha tomado aquí y en buena parte
del mundo, todavía no se han hecho visibles todas las consecuencias. Por
ejemplo, falta saber —y es demasiado pronto como para determinarlo con
precisión— si tendrá un efecto electoral decisivo o si sólo afectará la imagen
de Cristina Fernández. Además, asumiendo que una de las colectividades más
poderosas del mundo ha sido afectada, aún desconocemos los alcances de su
reacción.
Hasta la próxima semana.
Fuente: gentileza de Massot/Monteverde
& Asoc.

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