06/03/16
Político hábil, Lula buscó el sábado recuperar la iniciativa y convertir en una llave a su favor el enorme golpe judicial que había recibido. Pero la acción del juez Segio Moro, que investiga el mayor caso de corrupción de la historia de Brasil, aún pese a sus desprolijidades demolió uno de los principales valores simbólicos del ex presidente, su supuesta condición de intocable. A punto tal ha creído el expresidente en ese escudo que después de haber sido obligado por la policía a testimoniar sobre la corrupción, se vanaglorió de cobrar 200 mil dólares por conferencia como lo hace Bill Clinton, debido a que él fue el creador de un milagro.
Pero ese milagro, es hoy un espejismo. Los éxitos que hubo de la pasada década, están perforados por esta oceánica trama que consistió en el pago de coimas por compañías que se cartelizaron para repartirse la obra pública. La gran ubre de esa corruptela ha sido la estatal Petrobras. El hecho de que la mayoría de los más poderosos empresarios de la construcción del país estén detenidos hace meses sin que sus abogados puedan hacer nada por ellos, da una pauta básica de la profundidad de ese mundo negro. Pero en esa danza han bailado no solo imponentes dirigentes del progresista PT, sino de casi toda la estructura del poder político brasileño.
La extensión de la trama ha convertido las denuncias, e incluso la investigación en un arma política que alimenta la presión a un impeachment que expulse del poder a la presidente Dilma Rousseff. Esa estrategia se vincula con el lento desmonte por parte de la realidad del legado de Lula. El milagro de este sindicalista metalúrgico, además de su propia parábola personal, fue una arquitectura que distó de las formas desprolijas de sus aliados regionales. Lula da Silva aprovechó mejor que ellos el viento de cola y elevó a grandes capas de la población a los niveles medios, la llamada clase C. Lo hizo con políticas que combinaban el respaldo estatal, pero con programas nacionales de fuerte ortodoxia.
Ese impulso de crecimiento se derrumbó cuando el freno de la economía mundial erosionó el apetito de China, la gran locomotora de la etapa. Dilma, la delfín de Lula, en su primer mandato, se esforzó por mantener esa pauta de consumo y preservar la idea de que el gigante escaparía al huracán. La fórmula fue el uso del aparato crediticio del Estado, altas tasas para fondear el intento y la paridad del dólar, pisada. El resultado fue una bomba que al estallar casi la lleva a perder la reelección en 2014. Lo que siguió fue un giro desesperado a un ajuste que al ser impulsado por el temor se volvió errático y confuso. Esa realidad junto con la corrupción, demolió al PT, alejó a Lula de Dilma, reconciliados ayer menos por el amor que por el espanto.
No es menor la coincidencia, aunque sea casual, de que la acción contra Lula se produjo en las horas que el gobierno reveló que el país se contrajo 3,8% en 2015 y con perspectiva similar en 2016. Dos años que destruyen la riqueza creada en un lustro. Es en ese crisol que las denuncias de corrupción se tornan en un arma política revoleada por quienes parecen dispuestos a pagar cualquier costo para ganar sobre estos escombros un poder total que no admita límites ni objeciones.
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