SÁBADO 05 DE MARZO DE 2016
Héctor M. GuyotLA NACIONDio un poco de pena ver el entusiasmo de los muchachos para la liberación reducido a los letreros que alzaron desde sus bancas. Tan sólo imagine lo que habría sido el martes si hubieran resultado vencedores en el ballottagede noviembre pasado. La apertura de sesiones del Congreso habría sido una fiesta de la militancia, una celebración llena de cánticos y palcos abarrotados, de pancartas contra los buitres y los grupos concentrados, de sonrisas despectivas y consignas guerreras. Los aplaudidores de siempre habrían ocupado las primeras filas para saludar la aparición de un presidente lleno de fe y esperanza, pero sin olvidar que debían sus mejores esfuerzos a la líder de la revolución, recién llegada de El Calafate para reclamar por aquello que todavía era suyo, incluido el papel protagónico en ese acto solemne que, además del poder y la gloria, acaso eternas, le regalaba la yapa de ver a su vástago convertido en diputado.Otras palabras se habrían escuchado. Nadie habría hablado de incompetencia o corrupción, sino de una década ganada en la que se había logrado liberar al país de males atávicos para llevarlo a la prosperidad. Nadie habría dicho nada acerca de la mentira sistemática que durante estos años bajó del Estado y destruyó la credibilidad y la confianza, sino que se habrían denunciado campañas de desprestigio de los medios hegemónicos. Nadie habría hablado tampoco de un empleo público insostenible, del modo en que ha prosperado el narcotráfico por desidia o complicidad, del estado calamitoso de la infraestructura, de un déficit fiscal descomunal, de una pobreza del 29%. No se habría hablado de eso, sino de un modelo de inclusión que le devolvió la dignidad al pueblo con índices de indigencia y hambre mejores que los de Alemania. Y todo en medio de una lluvia de papelitos celestes y blancos.Por dura que sea, la verdad alivia. Y mucho más después de vivir tantos años en la mentira, que empezó a retirarse cuando el kirchnerismo perdió la centralidad de la palabra. Los que habían tenido la voz cantante ahora levantan carteles hechos en casa. Sin la palabra y la billetera, el castillo de naipes se derrumbó, pero ellos, atrapados en la ficción cada vez más asfixiante de su relato, tildan de relato el diagnóstico que desvela la realidad. Así, se van a quedar cada vez más solos, como su jefa y mentora.Hasta hace poco, éramos un país condenado a vivir alrededor de una mentira que todos compartíamos a la fuerza como si fuera la verdad. La distancia entre la palabra y lo que verifican los ojos aliena. El cinismo se va apoderando de todos. Cuanto más tiempo se vive en el engaño, más difícil resulta salir de él. "Todo lo diferido se va pudriendo", escribió la española Carmen Martín Gaite en una novela en la que una familia mantiene, durante años, muchos secretos y mentiras bajo la alfombra. Lo mismo le pasó a la sociedad argentina en la última década. Tardamos demasiado tiempo, no en levantar la alfombra para ver qué había debajo, sino en reconocer aquello que, desde el principio, estaba delante de nuestras narices.
La mentira devenga intereses crueles. Y es una acreedora implacable. Puede sofocar en parte el dolor de hoy, pero se lo cobrará multiplicado mañana, cuando la verdad se imponga por sí sola como una evidencia incontrastable y ya no pueda ser negada aunque se quiera. Tal es la base de tantos dramas y tragedias que nos conmueven en la literatura, el teatro o el cine. Cuanto más se posterga el encuentro con la verdad, cuanto más tiempo se vive en el engaño, más doloroso será salir de la mentira, que habrá ido carcomiendo la realidad a nuestro alrededor. Lo diferido se va pudriendo.
Por debilidad o conveniencia, todos vamos por la vida cargando un puñado de mentiras que nos resistimos a soltar. Lo que no se puede, lo que resulta insostenible y demasiado costoso, es vivir en medio de un Truman Show tan largo.
La verdad alivia. Permite que nos miremos a los ojos. Por eso, las palabras de Macri el martes tuvieron en mí un efecto que fue más allá de lo político. Por primera vez, las malas noticias me ponían contento. Sentí que se disipaba un peso que llevaba sobre los hombros. La cuestión no era cargar las tintas sobre el gobierno que lo precedió. Lo importante, lo necesario, lo reparador era que el Presidente reconociera en un acto público, de cara al país, que habíamos vivido en la mentira. Por eso solo, ya estamos mejor. Mucho mejor. Aunque la mentira haya dejado, antes de replegarse en un puñado de cartelitos vergonzantes, una factura muy difícil de saldar.
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