Prensa Republicana
El nuevo sitio de Nicolás Márquez
Derechos Humanos
Por Carlos Mira
Desde que Thomas Jefferson
escribió “nosotros el pueblo de los EEUU […] sostenemos estas
verdades como autoevidentes: que todo los hombres han sido creados iguales y que
tienen derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de su felicidad” han
pasado 237 años.
El mundo ha conocido desde allí muchas ideas e
incluso muchos experimentos extravagantes que costaron tragedias y millones de
vidas. Pero nadie, hasta ahora, había estatizado la
felicidad.
Sin embargo desde la semana pasada ese hito ha
sido alcanzado: el hombre que habla con los pájaros, el impresentable presidente
Nicolás Maduro, ha creado en Caracas el Viceministerio
de la Felicidad Suprema.
Después de las primeras
horas en las que todo el mundo pensó estar frente a un chiste disparatado, el
profesor Jirafales confirmó la nueva dependencia del gobierno que se supone debe
cristalizar el objetivo de la felicidad colectiva.
Cada uno los venezolanos ya no tendrá -ahora
oficialmente- la capacidad individual de decidir con qué es feliz. Ahora será el
Estado el que lo decrete.
Por supuesto que el régimen comuno-populista que
instauró el dictador fallecido Hugo Chávez ya le había
arrebatado de hecho, hace muchos años, esas veleidades a sus propios ciudadanos
a quienes sencillamente les prohibió el ejercicio físico de la vida.
Pero ahora la altanería comunista ha
llevado esa aspiración sobrehumana a los propios escritorios de la
administración con la segura intención de que la felicidad pueda ser impuesta
por decreto, contra viento y marea.
El ministerio es la encarnación de los deseos del
pueblo, debe pensar -con perdón de la palabra- Maduro. El Estado, personificado
en él mismo, impone a todos lo que él entiende por felicidad. Se trata de una
vuelta de campana completa respecto de los primeros párrafos de la
Declaración de la Independencia de los Estados Unidos: de una
cosmovisión en la que cada uno diseñe el plan de vida que lo haga feliz a otra
en donde esos planes son decididos por una nomenklatura burocrática que, desde
un escritorio, impone la felicidad a todo el mundo.
¿Es posible que haya seres humanos que
crean que esta concepción pueda ser viable; que este sistema pueda
tener algún viso de lógica y aplicabilidad?
Olvidémonos de los vivos que forman parte de la
nomenklatura porque ellos deben ser los primeros que deben reírse en la
trastienda viendo cómo hay tantos idiotas que creen sus mentiras, las mismas que
les permiten vivir como reyes mientras el pueblo verdadero se debate entre mil
privaciones.
Centremos nuestra atención en la gente común; no
en los usufructuarios del choreo y de la explotación de millones de zombies.
Fijemos nuestro análisis en el pueblo, en los ciudadanos. ¿Cómo puede
ser que siquiera una persona apoye estas notorias estupideces?
Solo presten atención a la magnitud de la brecha
que separa estas maneras de ver la vida y de vivir: Jefferson consideraba que el
hecho de que el ser humano tuviera el derecho a “buscar su propia felicidad” es
una “verdad autoevidente”, es decir, algo que no necesitaba ser demostrado, una
manifestación normal de la naturaleza; el comunismo en cambio cree que
la felicidad es un valor colectivo que el Estado debe definir e imponer por la
fuerza.
¿Cómo puede ser posible que alguien normal caiga
en la trampa de este pensamiento? Respuesta: no es posible; no es posible que
gente normal caiga en este pensamiento… La que cae no es gente
normal, es gente carcomida por la envidia, condición esencial,
definitiva y definitoria del comunismo.
Sin envidia el comunismo no puede
subsistir. Precisa de ella para que una mayoría decisiva esté dispuesta
a sacrificar su libertad (que Jefferson también consideraba como una verdad
incontrastable de la naturaleza) con tal de que el Estado aplique la violencia
de su fuerza monopólica para evitar que otros la tengan también.
Este razonamiento se basa en la idea de que el
ejercicio de la libertad para buscar la felicidad propia genera desigualdad. Y
como esa desigualdad no es tolerada (por la presencia de la envidia) hay que
investir a alguien con la fuerza bruta del Estado para que suprima el ejercicio
de esa libertad e imponga un modelo único de hombre, sin diferencias y sin
cabezas que asomen unas por encima de las otras.
En ese contexto la colectivización de la
felicidad y su encarnación en un “viceministro” del Estado es perfectamente
compatible con un modelo que no acepta la diferenciación humana, porque toda
diferenciación humana es, por definición, envidiosa y condenable.
Ahora el viceministro definirá la
felicidad y la impondrá igualitariamente a todos. Los envidiosos
conformes: ya nadie será dueño de elegir cómo ser feliz y tener el incalificable
atrevimiento de conseguirlo, mientras otros no lo logren. Ahora mi felicidad
será igual a la tuya; será la que el Estado nos entregue a todos: me importa un
rábano que no te conforme o que creas que pudiendo elegir libremente serías más
feliz, porque probablemente esa felicidad que alcances por las tuyas me ponga
verde de envidia. El hecho de que yo disponga de la misma libertad para buscar
mi propia felicidad es un argumento que no me conforma porque, en el uso de esa
libertad, no soy tan bueno como tú y lo que consigo con su ejercicio es bastante
menos de lo que tu consigues. En consecuencia prefiero ser esclavo con tal de
que tú también lo seas y de ese modo tampoco tú puedas realizarte y ser feliz a
tu modo.
Es muy triste llegar a la conclusión de que
pueblos enteros puedan caer presos de estas bajezas. Pero son solo estas bajezas
las que explican un sistema siniestro que ha secuestrado la mentalidad de
millones y asesinado la vida de otros tantos.
El comunismo no es una ideología
política; es una enfermedad del alma: sólo aquellos que hayan sido
contaminados por ese virus malsano pueden servir de apoyo a este engendro que ha
superado con creces las otras pestes que ha conocido el mundo. Sólo aquellos
dispuestos a entregarle a un burócrata nada menos que la definición de su
felicidad pueden ser la carne de cañón para que esta calamidad siga produciendo
las mismas penurias que el mundo empezó a conocer de ella hace casi 100
años.
http://opinion.infobae.com/
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