La demagogia como amenaza constante.
Por Alberto Medina Méndez
No se resuelven los problemas de la vida real, rodeándose de
halagadores profesionales, ni tampoco estimulando crueles practicas
manipuladoras.
Las soluciones suelen venir de la mano del creativo intercambio de ideas, del
plural aporte de muchos a la construcción de la mejor alternativa. Sin embargo,
la sociedad prefiere votar a los que halagan a la gente. Terminan recibiendo
más apoyos los oradores carismáticos, los que sostienen miradas políticamente
correctas y plantean un escenario de total ficción pero compatible con lo
esperado por los más.
Es posible que a los seres humanos no les guste demasiado que se les muestre la
realidad, es probable que la mentira sea más piadosa que la verdad. Tal vez por
eso los políticos que pretenden ganar elecciones se manifiestan en la misma
dirección que la mayoría.
Si ese es el esquema exitoso, si los ciudadanos validan este procedimiento
porque se ajusta a sus deseos, no se puede esperar entonces otra cosa que
candidatos que mientan, que seduzcan al electorado diciéndoles siempre solo lo
que ellos quieren escuchar.
En todo el planeta, con diferentes matices, abundan personajes como estos, que
ocupando altos cargos, consiguen sostenerse en el poder gracias a la dedicada
impronta que le imprimen a sus permanentes discursos.
La estrategia es muy simple, casi básica, solo consiste en averiguar lo que la
gente quiere y luego decirlo, repitiéndolo hasta el cansancio. Por eso el
candidato, el personaje de turno, consigue sumar adeptos sin que necesariamente
lo expresado tenga que ver con su particular visión.
Bajo esta mecánica, el candidato, los partidos y todo aquel que actúa en
público, se ha vaciado de ideas y convicciones. Solo importa insistir en lo que
la gente quiere y aplaudir "sus" creencias, aunque sean inexactas.
Es difícil que el mundo sea mejor si solo se admira a los aduladores. No se
puede soñar con algo superador si se hace lo de siempre. Una sociedad que no
busca la verdad, que no crítica, ni comprende que lo bueno implica sacrificios,
que los logros son la consecuencia del esfuerzo y no de un acto de magia,
seguirá transitando invariablemente este patético camino.
La demagogia ha llegado a lugares absolutamente impensados. Ya no solo es
territorio exclusivo de los políticos y su discurso de rutina, en ese juego por
conseguir el voto de de los ciudadanos para acceder al poder.
Esta dinámica cada vez más desmesurada y menos disimulada, viene penetrando
otros espacios. Alcanza a los dirigentes de cualquier ámbito. Los hay
sindicalistas, directivos de organizaciones de la sociedad civil, de clubes
deportivos, representantes de comisiones barriales o del consorcio de un
edificio. Ni la religión ha logrado escapar a la regla. Líderes espirituales
que ven en peligro su masa crítica por el éxodo de sus fieles, han optado por
recurrir a esta perversa táctica de apelar a la retórica fácil, que asegura
adhesión automática. Todo sirve para sumar poder, pero muy especialmente decir
lo que los demás quieren escuchar, aunque no se corresponda con las
convicciones personales.
Los ciudadanos del mundo tienen por delante el gran desafío, de intentar evitar
a estos personajes, reconocer rápidamente a los mentirosos seriales, esos que
han hecho del engaño una forma de vida, solo porque pretenden llegar al poder
para luego empeñarse en conservarlo eternamente.
Proliferan sujetos así, están por todas partes. No aparecen solo en la
política, sino en casi cualquier actividad. Es tiempo de revisar las actitudes
cívicas. Si los individuos pudieran premiar a la sinceridad por sobre la
hipocresía, se tendrían oportunidades de encontrar soluciones inteligentes.
Mientras se aplauda a los que dicen lo necesario para agradar a los más, pues
no existe salida posible. Si se quiere progresar habrá que empezar a
recompensar a los que dicen lo que piensan, aunque eso no coincida con lo que
cada uno defiende. Solo de ese modo aparecerán ideas brillantes, múltiples
opciones para elegir y posibilidades realmente diferentes.
Si solo se aplauden ideas compatibles y se castiga a los que dicen lo que no
encaja con la visión individual, se terminará haciendo lo que todos piden y se
sabe que esa fórmula ha hecho que la humanidad cometa muchos errores,
demasiados tal vez.
La democracia es un sistema imperfecto. Sobran pruebas de que la gente no
siempre acierta. Empujar masivamente a la sociedad hacia el abismo, solo porque
una percepción se multiplica y consigue aprobación popular, para desde allí
condenar al resto a seguirlos, no parece ser el espíritu de un sistema que solo
debería seleccionar administradores transitorios y no monarcas que conduzcan la
vida de todos con el opinable criterio que imponen ciertas mayorías eventuales.
Mientras no se revise esta idea y se asuma con tanta naturalidad que los más
pueden darle órdenes a los menos, esta fallida interpretación de la democracia
seguirá generando líderes meramente electoralistas y la demagogia será una
amenaza constante.
Alberto Medina Méndez
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