Viernes 23 de Agosto de 2013
Por Alberto Benegas Lynch (h)
Joseph Schumpeter en su Capitalismo,
socialismo y democracia contesta a la pregunta formulada en el título de esa
nota con un rotundo “no, no creo que pueda”
Por su parte, Benjamin Rogge en Can
Capitalism Survive? también es pesimista respecto al futuro de este sistema
y Ludwig von Mises, en La mentalidad anticapitalista, detalla los
motivos de los generalizados perjuicios contra ese orden social y, por último,
para aludir a la bibliografía más relevante en la materia, dos ensayos largos,
uno de Robert Nozick titulado “Why Do Intellectuals Oppose Capitalism?” y otro
de Friedrich Hayek titulado “The Intellectuals and Socialism”, que desde ángulos
distintos centran su atención en la aversión al capitalismo por parte de muchos
de los intelectuales.
Es por cierto un tema complejo pero antes de
encararlo telegráficamente, señalo que me parece más preciso y ajustado a lo que
se intenta describir, destacar que le expresión “liberalismo” es más apropiada
que la de “capitalismo”. Esto nos parece así porque el primer término abarca
múltiples aspectos de la condición humana, mientras que el segundo aparece como
circunscripto a lo crematístico (además de ser una palabra acuñada por Marx).
Esta objeción es en cierto sentido refutada por Michael Novak quien deriva la
expresión de caput, es decir, de mente, de creatividad.
De cualquier manera, el hilo argumental por el
que surge el pesimismo no significa derrotismo puesto que como escribe
Schumpeter en la obra citada, “la información de que un barco se está hundiendo
no es derrotista. Tan solo puede ser derrotista el espíritu con que se reciba
esta información: la tripulación puede cruzarse de brazos y dejarse ahogar […]
Si los hombres se limitan a negar sin más la información, aunque esté
escrupulosamente comprobada, entonces es que son evasionistas […] La prognosis
no implica nada acerca de la deseabilidad del curso de los acontecimientos que
se predicen. Si un médico predice que su paciente morirá en breve, ello no
quiere decir que lo desee”.
Pero ¿en que se basa buena parte de los estudios
más o menos pesimistas respecto al futuro de la sociedad abierta? En una
combinación de factores que tomados en conjunto pueden resumirse con algunos
retoques en los siguientes ocho puntos cruciales.
Primero, en las faenas de intelectuales que no
conciben que la sociedad abierta descansa en ordenes espontáneos en los que el
conocimiento disperso y fraccionado es coordinado y sustentado en procesos en
los que los respectivos intereses particulares confluyen en sumas positivas, en
un contexto donde son respetados marcos institucionales a su vez basados en el
derecho de cada cual.
Rechazan procedimientos en los que los planificadores no
participen activamente en la manipulación de recursos de terceros.
Segundo, ese tipo de intelectuales muchas veces
también sustentados en la pura envidia y el desprecio por la competencia en el
mercado laboral, no aceptan que empresarios que consideran incultos “solo
capaces de producir hamburguesas y similares”, obtengan ingresos mayores que los
que ellos perciben.
Tercero, estos intelectuales encuentran apoyo
firme en los burócratas puesto que la aceptación de sus ideas les conferirá
mayor poder y facultades para intervenir en vidas y haciendas ajenas, a
contracorriente de la eficiente asignación de los siempre escasos factores
productivos.
Cuarto, esos intelectuales proceden a incursionar
en colegios y universidades privadas y estatales y en instituciones
internacionales financiadas por gobiernos donde difunden sus ideas estatistas,
lo cual expande la aversión contra el capitalismo que sostienen se basa en “la
explotación”, en “prácticas monopólicas” o en la mera “suerte”.
Quinto, paradójicamente los barquinazos
producidos por el estatismo son endosados por los referidos intelectuales al
capitalismo.
Sexto, los empresarios tienden a seguir el
conocido dicho de “mind your own business” con lo que no se ocupan de defender
sus empresas frente a los mencionados embates, a lo que se agrega que las más de
las veces no sabrían como hacerlo puesto que sus talentos no abarcan esas
actividades a pesar de que son el soporte de su misma existencia (no solo eso
sino que muchas veces demuestran no tener la menor idea de cómo funciona el
sistema en el que operan, para no decir nada de los prebendarios o
antiempresarios que, aliados al poder, abiertamente rematan todo vestigio de
competencia). Más aún, es frecuente que el común de los empresarios procedan con
complejo de culpa por lo que inventan figuras como la llamada “responsabilidad
social del empresario” (la mejor crítica que he leído sobre este invento es la
de Milton Friedman) al efecto de “devolver a la comunidad” lo que el medio
estima “les han quitado”.
También sucede en ámbitos intervencionistas que a
medida que las fauces estatales avanzan, las llamadas empresas privadas en la
práctica dejan de serlo debido a las numerosas regulaciones, con lo que la gente
termina por sostener que los servicios comerciales privados son tan deficientes
como los gubernamentales, lo cual es cierto puesto que resulta que el personal
se convierte de hecho en burócrata con los consecuentes cambios drásticos de
incentivos, conclusiones aquellas sobre la mala atención que aceleran el
desgraciado proceso que comentamos. Por ejemplo, banqueros que se convierten en
dependientes de la banca central (y cuando se llega al extremo de la
confiscación de depósitos no asumen su responsabilidad sino que se escudan tras
el aparato estatal).
Como una nota al pie a este sexto punto, es
pertinente recordar que Juan Bautista Alberdi dedica treinta y siete capítulos
del octavo tomo de sus obras completas al formidable empresario William
Wheelwright, donde consigna sus coincidencias con Herbert Spencer (de su obra
Exceso de legislación) en la tarea bienhechora y grandiosa de los
empresarios en un clima de libertad donde naturalmente queda excluido el fraude,
la fuerza y la cópula hedionda con el poder. En este sentido, destaca que en
las calles y plazas públicas, en lugar de colocar nombres de reyes, gobernantes
y guerreros que habitualmente ponen palos en la rueda, deberían instalarse los
de empresarios ya que a ellos se debe la luz, la calefacción, la telefonía, las
comunicaciones aéreas, terrestres y marítimas, la prensa, las maquinarias
agrícolas, los fertilizantes, la medicina, la alimentación y, en una
interminable lista, buena parte de lo que dispone la civilización.
Séptimo, la degradación de la democracia en una
máquina infame convertida -a través de alianzas y coaliciones- en un apoyo
logístico de proporciones mayúsculas para atropellar derechos individuales, en
dirección radicalmente opuesta a la concepción de los Giovanni Sartori de
nuestros tiempos.
Y octavo, dentro del grupo de intelectuales a los
que aludimos no solo se destacan profesores universitarios, ensayistas y
profesionales varios sino que sobresalen muchos pintores, sacerdotes,
escultores, cineastas, poetas, escritores de ficción y equivalentes que como no
han abordado el significado ético, económico y jurídico más elemental del
liberalismo se pronuncian enfáticamente por principios socialistas que dañan
severamente a los mismos que dicen proteger.
Sin embargo, el apuntado pesimismo puede
contrarrestarse por la perspectiva de que los referidos intelectuales sean más
que compensados por otros de fuste que -aun enfrentados a los gobiernos, a
empresarios irresponsables y a gente indolente y anestesiada- sean capaces de
explicar las ventajas de una sociedad abierta, especialmente para los que menos
tienen. Incluso capaces de mostrar a empresarios la conveniencia de financiar
tareas que no solo preservarán sus emprendimientos sino que resguardará la
cooperación social sobre los pilares del respeto recíproco.
Si la antedicha tendencia no se corta se estará
en medio de una tenebrosa operación pinza: por un lado, intelectuales resentidos
que apuntan a la demolición del capitalismo y, por otro, frente a empresarios
con una complacencia suicida en un contexto donde hay demasiadas personas
distraídas que miran para otro lado como si fueran ajenas al problema. Por mi
parte, como he dicho antes, en esta materia no soy ni pesimista ni optimista,
soy escéptico porque tengo mis dudas de que en general se perciba el problema
antes que sea tarde, en lugar de percatarse que todos los que queremos vivir en
libertad debemos dedicar diariamente algún tiempo a estudiar y difundir
sus fundamentos. De todos modos, me infunden renovadas esperanzas cuando
constato nuevos grupos -especialmente de jóvenes- que se instalan para trabajar
en distintos campos en pos de la libertad.
Este es el llamado de muchos intelectuales de
valía tales como Hayek en el ensayo antes citado, al escribir que “Necesitamos
líderes intelectuales que están preparados para resistir los halagos del poder y
su influencia, que estén dispuestos a trabajar por un ideal no importa lo
alejado que puedan ser las perspectivas de su realización. Tiene que haber
hombres que estén dispuestos a mantener principios y pelear por su completa
ejecución aunque ésta sea remota”.
Este reclamo urgente de Hayek, desde luego
incluye la necesidad de trabajar las neuronas para ponerle bridas al Leviatán e
imaginar límites adicionales al poder y no esperar que pueda revertirse la
situación con mecanismos institucionales que han demostrado su palmaria
ineficiencia para garantizar los derechos de todos. Si el intelectual la juega
de político en busca de componendas, nunca se logrará el objetivo puesto que él
mismo habrá contribuido a bloquear el camino al ocultar las metas de la sociedad
abierta. El político negocia según sea el espacio que generan los intelectuales
en una u otra dirección. En otro orden de cosas, cualquiera sea la tradición de
pensamiento a la que adhiera un intelectual, si no traiciona su rol y es una
persona íntegra será motivo de respeto por su coherencia. En cambio, el
oportunista es en última instancia repudiado desde todos los flancos.
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