Por Jorge R. Enríquez
El
primer aniversario de la elección del Cardenal Jorge Bergoglio como Papa ha
sido un motivo de celebración no solo para
los católicos y las personas de fe, sino para todos los hombres y
mujeres del mundo de buena voluntad.
El
mensaje de Francisco ha calado hondo en este corto lapso en los corazones de
seres humanos de las más diversas creencias, que ven en el sucesor de Pedro el
faro espiritual que el mundo necesita. Francisco nos enseña con su ejemplo a
vivir con humildad, a dialogar, a reconocer en el otro a un semejante aun
cuando piense distinto o pertenezca a otra cultura, etnia o nacionalidad. En
definitiva, a superar la mera noción formal de solidaridad para alcanzar lo que
el obispo Bergoglio llamaba la projimidad, que implica sentir como nuestros
semejantes.
Para
quienes lo conocemos hace muchos años, nada de esto es una sorpresa. El milagro
es que cientos de millones de personas reciban ahora la luz de ese mensaje,
recuperen la fe en la dignidad esencial de la persona humana y en su
trascendencia, y disipen los odios y las distancias artificiales para abrazar
la cultura del encuentro que Francisco predica incansablemente.
Se
habla mucho en los medios de los “gestos de Francisco”. Los gestos son
importantes porque comunican un mensaje, dicen a veces más que las palabras. Si
han servido para recrear en muchas personas una fe debilitada, han cumplido con
creces su cometido. Pero no se trata solo de gestos. Hay un contenido muy
profundo en el magisterio franciscano. Así como alienta a los sacerdotes a
salir de las iglesias, a acercarse a los que sufren, a vivir con autenticidad,
les pide a los gobernantes que trabajen para erradicar la pobreza, la
marginalidad, la violencia.
Sólo
una lectura superficial o mal intencionada puede inferir de esa vocación por la
justicia una actitud de antipatía a la libertad económica o proclive a los
populismos. Nada más alejado de la verdad. Francisco es el continuador de la
doctrina social de la Iglesia, que se originó en la Encíclica Rerum Novarum, promulgada por el Papa
León XIII en 1891. Desde entonces, la Iglesia ha desarrollado y precisado
mediante diversos documentos sus ideas en materia económica y social. Queda
claro, para cualquiera que de buena fe lea esos textos, que se valora como
principio rector de la actividad económica la libertad, pero se exige al mismo
tiempo a los Estados que arbitren los medios para eliminar las inequidades y
para que el fin de lucro, legítimo, no sea sacralizado en desmedro de las
necesidades de los más postergados.
Así,
por ejemplo, en la Encíclica Centesimus Annus, Juan Pablo II expresó, respecto de aquellas “necesidades que son ‘solventables’
con poder adquisitivo”: “Da la impresión de que, tanto a nivel de naciones,
como de relaciones internacionales, el libre mercado sea el instrumento más
eficaz para colocar los recursos y responder más eficazmente a las
necesidades”.
Francisco
no ha venido a refutar esa más que centenaria doctrina, pero ha puesto el
acento, por provenir de una región que es de las más desiguales del planeta, en
la necesidad de atender prioritariamente a los pobres y a los que sufren. En su
reciente Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, nos dice:
“¡El dinero debe servir y no
gobernar! El Papa ama a todos, ricos y pobres, pero tiene la obligación, en
nombre de Cristo, de recordar que los ricos deben ayudar a los pobres,
respetarlos, promocionarlos. Os exhorto a la solidaridad desinteresada y a una
vuelta de la economía y las finanzas a una ética en favor del ser humano”.
Celebremos
este año con alegría. En medio de tantas dificultades, este Papa venido del fin
del mundo nos ha traído un soplo fresco y nos ha devuelto las ganas de
enfrentar los desafíos con renovada esperanza.
¡Felices
Pascuas!
Abril de 2014
Dr. Jorge R. Enríquez
twitter:
@enriquezjorge
La presente nota del Dr. Jorge R. Enríquez es publicada en La Misère Porc, por gentileza de su autor
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