LA COLUMNA DE LA
SEMANA
Populismo o República
Por Luis Domenianni
¿Finalizó el
kirchnerismo? Si la elección presidencial es ganada por Mauricio Macri, seguro.
Si, en cambio, quién gana es Daniel Scioli, está por verse.
En la actualidad,
no son las ideologías las que definen una elección. Son, como bien definen los
propios kirchneristas, los “modelos”.
Está el “modelo
populista” que necesariamente entra en crisis cuando se agotan los recursos que
pretende distribuir y que impone una “democracia plebiscitaria” donde las
instituciones quedan supeditadas al poder político y donde las leyes solo se
cumplen en la medida que no choquen los intereses del gobierno.
Y está el “modelo
republicano” que representa todo lo contrario. Equivale al imperio de la ley, a
la división de poderes, a reglas de juego claras y pre establecidas en materia
económica y social.
Los “modelos
populistas” solo rigen en algunos pocos países del mundo. En casi todos ellos,
la sociedad vive en tensión, dividida, fraccionada, con la producción estancada,
con corrupción.
Los “modelos
republicanos”, presidencialistas o parlamentarios, rigen en todos los países
avanzados y más allá de crisis momentáneas, generan progreso y riqueza en sus
sociedades.
Con la excepción de algunas
rémoras dictatoriales, entre las que sobresale China, en el mundo se producen
dos tipos de elecciones: las que deciden entre populismo y república, y las que
deciden, dentro de la república, la mejor opción para gobernar.
Tras la implosión de la Unión
Soviética, las dictaduras de izquierda –comunistas- rodaron por el piso con
algunas excepciones como la ya mencionada China, Vietnam, Cuba, Laos y la peor
de todas, Corea del Norte.
Por consiguiente, las dictaduras
de derecha, por lo general militares, terminaron como consecuencia del abandono
de la llamada Guerra Fría. Ya no representaban, ante los Estados Unidos, el rol
de contención del comunismo.
Por el contrario,
ya unos años antes, se habían tornado en imprevisibles como lo demostró la
dictadura militar argentina cuando atacó militarmente las Islas Malvinas.
Por ende, hoy, la
gran división de los regímenes políticos es, como quedó dicho, populismo o
república.
Populismo
El populismo siempre constituye
una tentación. Sencillamente porque siempre predica la solución facilista de
los problemas. Y porque siempre, cuando las soluciones no se alcanzan, las
culpas pasan a ser de los otros, de los de afuera o de los de adentro, o de la
complicidad de ambos, que impiden concretar el paraíso prometido.
Un rasgo saliente del populismo
es la mentira. Así, todo va bien aunque todo vaya mal. Así, se inaugura tres
veces la misma ruta o se falsifican las estadísticas. Así, se vacía el Banco
Central mientras no tiene límite la voracidad fiscal. Así, en aras de la
distribución de la riqueza se cobran impuestos sobre los ingresos de quienes
trabajan. Así, el desendeudamiento es endeudamiento.
Para el populismo, resulta
imprescindible crear enemigos. Externos e internos. Entre los externos, figuran
aquellos países que son lo opuesto.
Inevitablemente, entonces, caen como
enemigos los Estados Unidos y Europa.
Entre los internos, sobresalen
todos aquellos que no acatan las órdenes, que disienten, que opinan diferente.
Por tanto los enemigos son los partidos políticos republicanos, los sectores
económicos o sociales perjudicados, la justicia cuando pretende ser
independiente, los medios de comunicación que no forman parte del “periodismo
militante”.
Dentro del populismo, la
democracia pierde por completo su carácter republicano. Queda limitada al mero
acto de votar. El pueblo vota, más o menos libremente, unge un triunfador y si
ese triunfador es populista, interpreta su victoria como un cheque en blanco
para hacer cuanto le venga en ganas, casi sin limitaciones.
De allí que la institucionalidad
queda destruida. Ya no vale más la división de poderes, sino la colonización
por parte del poder ejecutivo de los restantes. Ya no se trata más del imperio
de la ley sino de la voluntad y el deseo del gobernante. Ya no rige el
federalismo sino la sumisión de provincias y municipios al poder central.
Semejante programa requiere de
dinero, de mucho dinero. Es fundamental, por ejemplo, la compra de voluntades.
De jueces, de legisladores, de gobernadores, de intendentes.
No queda pues otro remedio que
echar mano de la corrupción. De los sobreprecios en la obra pública. De las
coimas para librar certificados o permisos. De los subsidios que se desvían
hacia los bolsillos de los empresarios amigos y testaferros. De la información
privilegiada que utilizan los allegados al poder.
No se trata de algún bolsón de
corrupción como siempre existe aún en los gobiernos republicanos. Se trata de
una corrupción generalizada. Que comienza en la cabeza del gobierno y que
termina en el nombramiento de miles y miles de partidarios en los empleos
públicos, único tipo de empleo que es creado.
Pero no se trata de una
corrupción “altruista” como algunos pretenden hacer creer. Solo una parte,
mínima, va a la compra de voluntades. El resto va a los bolsillos de los
funcionarios encumbrados. Va a la riqueza personal.
Como se sabe, la sed de riqueza
suele no tener límite. Más aún, cuando el dinero fluye fácilmente. Cuando se lo
pesa y se lo saca del país en vuelos especiales de aviones privados.
Sobreviene, entonces, el paso siguiente: el narcotráfico que mueve cantidades
de dinero inconmensurables.
El objetivo del narcotráfico
cuando desembarca en un país es convertir a ese país en una base de operaciones
para la distribución de la droga en el mundo y para el lavado de dinero, por
ejemplo con hoteles y casinos a la orden del día, aún si se trata de métodos
antiguos de blanqueo o con leyes de blanqueo votadas ex profeso.
El fin último pues es el
narco-estado. El copamiento del Estado por el narcotráfico a partir de la
compra de candidatos a los que se les financia las campañas políticas. Se trate
de cocaína o de efedrina.
Consecuencias
Para que todo ello sea posible
hace falta quebrantar las bases éticas de una sociedad. Es necesario imponer un
relativismo moral capaz de admitir todo, fundamentado en aquello que dice que
el fin justifica los medios.
Una sociedad se construye sobre
la base del ejemplo y se destruye sobre la misma base.
Cuando la educación deja de ser
un vehículo para el aporte de conocimientos y se convierte en un mero trámite
administrativo para pasar de grado, se atenta desde el vamos contra el concepto
de esfuerzo y capacitación, imprescindibles para la movilidad social que
potencia a una sociedad.
Si el esfuerzo y la capacitación
dejan de ser las herramientas válidas, la movilidad social se estanca. El
indigente seguirá como indigente, por generaciones. Y el pobre nacerá y morirá
pobre. La única rebelión posible pasa a ser, entonces, el delito. La evasión pasa
a ser la droga de pésima calidad. La conjunción de delito y droga constituye el
fundamento de la inseguridad.
¿Saben los populistas que esto
es así? Lo saben y lo niegan.
El populismo no acepta, ni
proclama, la colonización del Poder Judicial. La disfraza con eufemismos como
justicia garantista, popular, etcétera. No acepta la instrumentalización de la
educación pública de pésima –no de mala- calidad que instituye. La maquilla con
la distribución de note books adquiridas, por supuesto, con sobre precio.
El populismo no reconoce la
inseguridad y mucho menos su vinculación con la droga y el narcotráfico. La
disimula con incrementos de personal policial con formación ultra veloz y, por
tanto, deficiente, o con gendarmes y prefectos que, en lugar de combatir el
narcotráfico, se dedican a pedir documentos de los vehículos que acceden a las
autopistas.
En realidad, de lo
que se trata de disimular la decisión política de no combatir el narcotráfico. Es
el más puro gatopardismo, que algo cambie para que nada cambie.
El populismo niega el atraso
cambiario, la inflación, la falta de inversiones, la huida de divisas, la caída
del empleo, el achicamiento, la recesión. Es una negativa cínica. Cada uno de
los defensores del populismo no ignora la realidad.
Saben que los
precios suben, que los impuestos ya son confiscatorios, que los muy pobres
tributan la barbaridad de un IVA del 21 por ciento cuando compran un litro de
leche para sus hijos, que no hay inversiones.
Saben además que
dilapidaron miles de millones de dólares que ingresaron al país como
consecuencia de los altísimos precios de los “commodities” –soja,
fundamentalmente- y que el Banco Central ya no cuenta con reservas genuinas.
De allí que el
populismo no es solo populismo. Es antipatriótico. Prioriza intereses individuales
o grupales por sobre el conjunto de la sociedad. Intereses que no son genuinos,
sino delincuenciales.
República
Ninguno de estos elementos está
presente en un gobierno republicano.
Sencillamente porque si están presentes
deja de ser un gobierno republicano.
¿Es el republicanismo sinónimo
de panacea de bienestar? No, no lo es. No es condición suficiente pero es
condición necesaria.
Hace falta la república, pero
hace falta, además, el buen gobierno.
Con la república se asegura la
transparencia, la honestidad, el fin de la corrupción como metodología de
gobierno, la independencia de los poderes y por tanto la previsibilidad, la
unión nacional en lugar de la división de la sociedad, o sea el diálogo y la
búsqueda del consenso.
Es el punto de partida, no el de
llegada. Como se dijo, en la llegada, talla el buen gobierno.
Y el buen gobierno no tiene
fórmula única, pero reconoce límites que no se pueden traspasar.
Sobran los ejemplos. Vaya uno.
Es posible aceptar un déficit fiscal momentáneo para subsidiar algunas
actividades o consumos. No es posible mantener un déficit fiscal permanente y,
mucho menos, creciente. El resultado será un endeudamiento fabuloso –tipo
Grecia, tipo dictadura militar argentina o tipo Cavallo- y/o una alta
inflación.
El buen gobierno es estabilidad
y crecimiento, con momentos en que se prioriza lo primero y momentos en que
conviene priorizar lo segundo. El mal gobierno es el que se ata a la
estabilidad –el uno a uno de Domingo Cavallo- o el que pretende un desarrollo
veloz a costa de inflación. Ambos terminan en fracaso.
El buen gobierno es el que
detecta los problemas y los soluciona. No el que emplea dinero y esfuerzo en
taparlos o disimularlos.
El buen gobierno es el que
optimiza el Estado y lo pone al servicio de los ciudadanos. Para ello cumple y
hace cumplir la ley. No genera burocracia que impide la actividad productiva.
Es dentro de esos márgenes –por
citar solo algunos- en los que se mueve el buen gobierno.
Fijados los límites, de allí en
más, opta o por una obra pública o por otra; por fomentar la formación
científica o la humanística o ambas; por subsidiar la energía o el transporte,
o nada; por reducir los impuestos para fomentar la actividad económica o no
hacerlo; por legislar sobre la minería o no; para fomentar la cultura o por
olvidarse de ella.
Y los ciudadanos votan entonces
en función de los resultados. Si están de acuerdo premiarán al partido político
que gobernó, en caso contrario, votarán por otro partido.
Juega aquí el último elemento
imprescindible para la república y el buen gobierno: la vigencia de un sistema
de partidos políticos. Sin ellos, o con ellos quebrados y destruidos, el
populismo está al alcance de la mano.
Cuando la democracia de personas
reemplaza a la democracia de partidos, la república está en riesgo. De allí que
los sistema electorales y la representación política deben tender a
perfeccionarse en dirección al fortalecimiento de los partidos. Hace al buen
gobierno.
Opción
La Argentina vota hoy. Lo hace
mediante un sistema anti diluviano aún en vigencia con el único objetivo de
facilitar los fraudes oficialistas.
Bajo esas circunstancias de
escasa o nula transparencia deberá optar no ya entre candidatos republicanos
para ejercer el buen gobierno, sino entre populismo y república.
Como suele hacer el populismo, a
la hora de la campaña, maquilla su carácter con propuestas compartibles. Trata
a los ciudadanos como amnésicos crónicos.
Compromete cambios luego de 12 años
de apoyar lo contrario. Miente y tergiversa.
Es el engaño a sabiendas. Habla
de crecimiento y de desarrollo cuando fue cómplice del estancamiento. Habla de
la seguridad cuando compartió el avance del narcotráfico. No habla de ajuste
que se torna inevitable como producto de su propio despilfarro de los últimos
años.
Y es el cultivo del miedo. El
miedo de los indigentes, a los que no les ofrecen otra alternativa que
continuar como tales, de perder un ingreso que la inflación achica mes a mes.
El miedo que insuflan sobre los que aceptan la amenaza que sin ellos, los
populistas, no hay gobernabilidad posible.
En la vereda de enfrente, se
ubica la opción republicana. No la de mejor gobierno, sino la republicana a
secas.
Para quienes aspiramos a vivir
bajo un sistema republicano, no se trata ya de elegir el mejor gobierno, ni
siquiera el buen gobierno. Eso ocurrirá recién cuando la república haya sido recuperada.
Ahora, es opción de
hierro: populismo o república y ambos tienen su respectivo nombre y apellido.
Enviado por nuestro Amigo Miguel M.
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