marzo 15, 2015
Por José Luis Milia
“La corrupción es en sí misma un proceso de muerte y un mal más grande que el pecado. Un mal que, más que perdonar, hay que curar”. Papa Francisco, Roma, 23 de octubre de 2014.
Pocos en el mundo, y menos aún desde un sitial tan formidable como es la Cátedra de Pedro, han definido de manera tan exacta a la corrupción. Bien lo dice el Papa, “ella es en sí misma un proceso de muerte”.
No es extraño esto para los argentinos, desde hace muchos años es la corrupción la causa de muerte más probable en Argentina. La carencia de expectativas que le han regalado a la juventud, que junto a la droga a la que han dejado correr como agua en las principales ciudades del país, son las grandes generadoras de la inseguridad que sufre hoy el pueblo no han sido otra cosa que el resultado de las mentiras que les han contado a quienes no les han dejado otro objetivo en la vida que drogarse, matar y esperar a ser muertos por alguna bala policial. Que quienes esto sufren -drogas y balas- sean los más pobres de la sociedad solo agrega a esto la falsía que ha sostenido a este contexto político. Nada de eso hubiera existido si no hubiera mediado la corrupción como motor político del país.
Que pese a años de un increíble superávit fiscal el país carezca de educación pública- hay familias que prefieren privarse de cosas básicas pero mandar a sus hijos a escuelas privadas- ya que pese a la reiterada cantinela de tener el más alto porcentaje de la historia dedicado a educación ni los maestros están bien pagos ni las instalaciones son lo que ellos dicen que son. Que pese a haber tenido este superávit durante años tampoco haya salud pública, lo que significa que siguen los mismos hospitales donde la gente hace cola sin dormir para conseguir un turno de atención médica y con instalaciones deficientes sin aparataje médico adecuado, situación que le ha dejado a esta gente- que es ni más ni menos el pueblo al que dicen proteger- nada más que desarrollar un especial sentido de resignación ante la imposibilidad de curarse enfermedades que los que tienen un poder adquisitivo alto- los verdaderos ganadores de este proyecto de inclusión, etc., etc.- le prestan solo la atención necesaria porque saben que la medicina de excelencia es para ellos. Y esto, lo que sucede con la educación y la salud pública no es parte de un “modelo” que aún no terminó de plasmar sus objetivos, es, simplemente, corrupción.
Que pese a lo dicho anteriormente sobre el superávit, el país siga teniendo las mismas carreteras que hace cincuenta años y que en ellas se maten por año 8.250 argentinos debido principalmente a la falta de señalización y al mal estado de las mismas, no es falta de educación vial, es corrupción.
Que haya tenido que esperar el gobierno a que murieran cincuenta y un argentinos en un accidente ferroviario para hacer hoy la parodia de una posible estatización de los ferrocarriles luego de haber repartido a manos llenas subsidios de “ida y vuelta”, no es recuperación ferroviaria, es corrupción.
Hace seis años, Pedro Olmedo, Obispo de Humahuaca, denunció que en la Argentina veinticinco chicos morían diariamente, desnutridos, antes de cumplir el año. Que en un país donde en los últimos doce años el gobierno ha recibido de los productores agropecuarios- los verdaderos generadores de alimentos- 83.000 millones de dólares en retenciones antes de impuestos y de libre disponibilidad y haya chicos que mueren desnutridos, no es contabilidad equivocada, es corrupción.
Que en la Argentina, el peor atentado que el país sufrió lleve veinte años de impunidad, que se negocie con los terroristas que lo cometieron y que el fiscal que lo investigaba sea asesinado, no es un avatar del destino, es corrupción.
Que en la Argentina se haya utilizado la justicia para perpetrar la más infame venganza de nuestra historia, que los “jueces” se hayan convertido en verdugos que persiguen a quienes condenaron, que hayan hecho de la prevaricación su política judicial y que el uso de la mentira y de testigos falsos sea un uso diario en los tribunales que dicen juzgar infracciones contra los derechos humanos; todo esto para pagar favores o silencios culposos, es infamia, si, pero producto de la corrupción.
Que en la Argentina se presione a quienes no piensan como los que mandan, que se los persiga por cualquier medio y de cualquier manera -y eso, Jorge Mario, cardenal Bergoglio, lo supo muy bien porque lo sufrió en carne propia- y lo quieran llamar reeducación política, justicia militante o de cualquier otra manera es, simplemente, corrupción.
Entonces, luego de dos años de Pontificado donde el Santo Padre ha recibido sistemáticamente a la presidente y a susconsigleri y “soldados”, que pese a esperar nosotros, contra toda esperanza, su palabra cuando la institucionalidad del país tembló por el asesinato de un fiscal, pero aceptando que no solo es nuestro Pastor sino que también es el jefe de un estado y por ello debe llamarse a discreción, seguimos creyendo y aceptando la verdad que hay en sus palabras: “La corrupción es… un mal que, más que perdonar, hay que curar”. Teniendo nosotros la presunción de que el único interés del Sumo Pontífice es curarlos, cabe la pregunta que con humildad le hago: ¿falta mucho para que Ud. cure definitivamente a estos enfermos de corrupción o es menester que seamos capaces, los argentinos, de amputarlos- de una vez y para siempre- del cuerpo de la República?

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