Jueves 12 de febrero de 2015
Publicado
en edición impresa
Por Joaquín Morales Solá | LA NACION
Está enojada y, quizá, también desesperada. Durante más de 90 minutos, Cristina Kirchner intentó ayer, seguramente en vano, distraer a los argentinos con anuncios insignificantes, con inauguraciones que ya fueron inauguradas (¿cuántas veces inaugurarán los trenes del ferrocarril Mitre?) y con balances manipulados de su presunta gestión histórica. Encontró enemigos para pelearse (Techint, los Estados Unidos, los holdouts, los europeos, los empresarios de la UIA), pero no hizo ninguna mención al problema que en verdad la enoja: la denuncia y la muerte del fiscal Alberto Nisman.
Sólo al final, cuando ya le hablaba sólo a la
militancia, hizo una alusión crítica y despectiva al
"silencio", que fue una referencia inconfundible a la marcha convocada por
los fiscales, que es precisamente de silencio. Esa marcha es su problema
inminente, pero no tiene solución. En medio del enfado, no hace más que convocar
a concurrir a esa cita. Cristina Kirchner ha perdido el futuro; sus únicas
esperanzas están, aunque parezca paradójico, en el pasado, y su único trabajo
consiste en descerrajar la próxima guerra.
En su interminable discurso de ayer, bosquejó
también, tal vez sin quererlo, un cambio importante en las relaciones
internacionales del país. Elogió a China y criticó a los Estados Unidos y a
Europa, porque no invierten en el país. En el mismo día, quedaron expuestos los
problemas que irritan la relación entre la Argentina y Brasil, que están muy
lejos de resolverse, sobre todo después de la significativa devaluación de ayer
de la moneda brasileña. Los cancilleres de los dos países, Héctor Timerman y
Mauro Vieira, no llegaron a ningún acuerdo ayer en Buenos Aires.
En rigor, los amigos actuales de Cristina Kirchner
son China, Rusia e Irán. No son amigos para presentar en ninguna sociedad
democrática del mundo (se trata de países gobernados por regímenes autoritarios
que violan derechos humanos esenciales), pero son los únicos que soportan
amablemente las extravagancias del cristinismo argentino. Son también los únicos
que podrían ayudarla a llegar a diciembre con cierta liquidez de dólares en el
Banco Central. Ésa será otra herencia que le dejará al próximo gobierno:
reordenar la dirección de la política exterior de acuerdo con los alineamientos
históricos del país.
Con una mano trata de conseguir dólares de esos
países y con la otra conforma a su militancia, que cree que está haciendo una
revolución. Para gran parte de esa militancia, conformada por viejos ideólogos
de un mundo que ya no existe, sólo se necesita estar en la vereda de enfrente de
los Estados Unidos para tener razón.
También se metió en la interna de su propio partido
cuando se volcó por Florencio Randazzo y le recordó a Daniel Scioli, sin
nombrarlo, que no hizo pública su declaración jurada de bienes. Carlos Zannini
ya les había dicho en los últimos días a algunos intendentes del conurbano que
dejaran de andar cerca de Scioli y se fijaran más en Randazzo. El ministro del
Interior ratificó ayer esa alianza cuando le tocó hablar desde la estación de
trenes Mitre. Había sido hasta entonces un candidato con ciertos rasgos de
independencia personal, y hasta se dio el lujo en algún momento de tomar
distancia del cristinismo más acérrimo, pero ayer cambió. Era la voz de Cristina
en la boca de un hombre. Medios periodísticos, fondos buitre, economistas
privados y hasta los fiscales cayeron en sus admoniciones, que sólo precedieron
a las amonestaciones presidenciales. Randazzo debería renunciar cuanto antes
como ministro del Interior si está dispuesto a seguir como candidato
presidencial. El Ministerio del Interior es el encargado de administrar la
transparencia y la imparcialidad de las elecciones nacionales.
En la defensa de su viaje a China, que describió
como el más importante de la historia (¿se podía esperar otra cosa?), aprovechó
para meterse en la interna empresarial. La Unión Industrial dio un crítico
documento sobre esos acuerdos y sobre el riesgo potencial para la industria
nacional que significa el desembarco de los productos chinos. La Presidenta
tiene información privilegiada sobre los debates internos en la central
empresaria, pero resaltó la amenaza directa que le disparó a la multinacional
argentina Techint. Dijo que esa empresa había conseguido un crédito chino para
hacer una obra pública en la Argentina y se escandalizó porque sus directivos
estuvieron entre los críticos a los acuerdos. ¿No estaba claro, acaso, que los
empresarios que reciben obras y créditos deben callarse la boca? ¿No es ése el
código explícito del kirchnerismo, que enmudeció durante una década a los
empresarios? "Veremos qué hace China ahora y qué hacemos nosotros", advirtió,
desafiante.
Los productos chinos son un problema en todo el
mundo, incluidos los países desarrollados. Nadie ha hecho tanto como China, un
país gobernado por un Partido Comunista, para depreciar el valor del trabajo.
Nadie le ha hecho tanto daño al medio ambiente como el sistema que gobierna esa
potencia. Los países occidentales están viviendo sólo el comienzo de un nuevo
orden mundial impulsado por China y gobernado por el desprecio a las viejas
conquistas sociales. O compiten en igualdad de condiciones con China o sus
economías estarán condenadas a languidecer.
Cristina prefirió hablar, como al pasar, de Braden,
que es siempre un buen recurso para despertar a los nacionalistas argentinos. No
importa que Barack Obama sea criticado en Washington por dejar hacer a los
regímenes populistas latinoamericanos y no se meta con ellos, ni para bien ni
para mal. Tampoco importa que el presidente norteamericano haya enviado como
embajador a la Argentina a un amigo personal suyo, Noah Mamet. Sólo importa
pasar el mal momento y olvidarse, y que se olviden, de Nisman..


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