Lunes 14 de abril de 2014 | Publicado en edición impresa
EDITORIAL I
El Estado, que debería regular y limitar los juegos de azar, no sólo no lo hace, sino que se ha convertido en su más firme promotor.
En varias oportunidades, hemos abordado desde estas
columnas el tema de los juegos de azar en nuestra castigada Argentina.
Hemos dscripto una triste realidad en la que una oferta variada y en
aumento amenaza con continuar elevando perniciosamente el número de
ludópatas. No hemos descuidado tampoco el análisis de los nefastos
efectos que estas patologías adictivas tienen no sólo para los
jugadores, sino también para sus entornos familiares y para la sociedad
en su conjunto.
El Estado, que debe regular y prevenir el avance de este flagelo, es paradójicamente quien lo promueve y alimenta, descuidando el dictado de leyes y normas para acotar su desarrollo, fomentando deliberadamente su precariedad legal y la falta de transparencia en la que está sumergida toda la actividad. Todo parece contribuir a que vivamos inmersos en una realidad que, por lo azarosa, se parece bastante a una gran sala de juegos, de las muchas que testimonian que en este negocio sus dueños sí tuvieron una indiscutible y muy rentable década ganada, al servicio exclusivamente de sus bolsillos particulares y ante la mirada cómplice del poder.
Nuestro país, una inagotable cantera de todo tipo de riquezas, ha demostrado una sorprendente capacidad de recuperación: no importa cuán comprometida haya sido la situación, cual ave fénix renacemos de las cenizas, muchas veces sin necesidad de redoblar esfuerzos, sólo empujados por los vientos de la buena fortuna y una inercia a la que muchos de esta generación parecemos habernos acostumbrado.
En instancias críticas, agobiados por los problemas y los negros escenarios, gran parte de la población parece desarrollar la convicción de que ya no se puede estar peor y que en breve llegará, casi por arte de magia, la solución, la racha de buena suerte que creemos merecer. Tanto es así que, cuando la confianza aún lo permite, se recurre a préstamos anticipados y endeudamientos extremos, se venden "las joyas de la abuela" y hasta se cruzan límites impensados, como el de mentir, robar o hipotecar lo personal y lo ajeno.
Hacerse cargo de la propia dificultad para lidiar con comportamientos adictivos que se repiten y que perjudican mucho a muchos no es tarea sencilla. Tanto un jugador compulsivo como una parte de la sociedad argentina consideran que obtendrán ilusoriamente mejores resultados con los mismos procederes. No cabe en el plan la posibilidad de volver a perder, máxime si a determinada altura ya no queda más nada que empeñar, con la extinción de la sangría de reservas que obliga a recurrir a otros ardides.
Al haber dilapidado la confianza, local e internacional, que podría atraer inversiones y capitales, aparece la perniciosa emisión monetaria, junto a su grillete inflacionario, como cuna ficticia de esperanza, y se cae en el autoengaño cual mecanismo de negación. El futuro está entonces en manos del azar, sin importar qué se haga para torcer el derrotero de los acontecimientos.
Se recurre a las más diversas combinaciones, no ya de números. A la espera de una buena mano, se va cambiando el juego para probar suerte. Las medidas criticadas ayer se ponen en funcionamiento hoy y se descartan aquellas que terminaron probando una anunciada inutilidad. No hay una lógica racional o un enfoque profesional y serio para el abordaje de los múltiples temas críticos que hoy nos preocupan. La ineficacia de cualquier martingala está matemáticamente comprobada cuando el presupuesto es acotado.
Los gobiernos de marcado tinte populista se caracterizan por hacer gala de un exasperante oportunismo. A cara o cruz, aprovechan cualquier buena racha para llevar agua al propio molino. El Estado benefactor, de perfil dadivoso, constructor empedernido de clientelismo merced a un sistema de subsidios de todo tipo y color en épocas de bonanza por vientos de cola, es, además, despilfarrador por definición. Al igual que a un jugador, el dinero le quema en las manos y no percibe la conveniencia del ahorro, la planificación estratégica o la construcción de un capital de inversión destinado a la educación o la infraestructura para desarrollar fortalezas que puedan sostenerse en el tiempo y que alivianen la carga en las épocas de vacas flacas.
Frente a este estado de cosas, cuesta aceptar, además, que la banca nunca pierda pues, en un país tan arbitrario, rara vez quienes guiaron nuestros destinos desde un cargo público pagaron como debían por los delitos que cometieron.
Ojalá entendamos, tanto los gobernantes como los gobernados, que el futuro se construye con esfuerzo y trabajo cotidiano mancomunado y no a partir de una confianza irracional en que "otra vez se nos va a dar". Debemos recuperar la cultura del trabajo, del esfuerzo y la disciplina, del ahorro y la austeridad.
Mientras dejemos en manos de la diosa Fortuna los destinos de la Argentina y no asumamos y exijamos actitudes comprometidas, técnicamente respaldadas y que excedan el escueto marco del cortoplacismo por parte de nuestra dirigencia, las chances de recuperar lo perdido se extinguen y se demora el momento bisagra en que, de una vez por todas, asumimos la gravedad del problema y nos disponemos a trabajar para enderezar el rumbo.
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